Aceña: Capítulo 3

Pariente fraile

Capítulo III

Tenía este matrimonio un pariente fraile en Santiago de Compostela, que estaba encargado por la orden a la que pertenecía de la lectura de los libros que entonces se publicaban, y sobre los que la iglesia ejercía su censura. Con este fraile se escribían con relativa frecuencia, y les recomendaba los libros que les pudieran resultar interesantes, y al mismo tiempo les informaba sobre los libros que la iglesia pensaba poner en el Índice, que era el registro de libros prohibidos por la iglesia  y que esta castigaba con la pena de excomunión.

En cierta ocasión les recomendó el fraile que compraran, a la mayor brevedad posible, la novela Los Miserables, de Víctor Hugo,  porque muy pronto la iglesia iba a incluirla en el Índice, y no quiero que os la perdáis, les decía. Pidieron enseguida Los Miserables, obra esta que se extendió rápidamente por todo el mundo, y a los pocos días recibieron la obra por correo.

Cogió Aureliano la novela y se la entregó a su mujer diciéndole: toma, ha llegado la novela que pedimos, léela tú primero, que según decía este (se refería al fraile) la van a excomulgar pronto, así que léela tú antes, que si la excomulgan, no te quedes sin leerla, yo la voy a leer después, a mí me da lo mismo, una excomunión más o una menos.

Escribió también otros relatos versificados como el que un día le  hizo a Don Agustín Ciudad Zapata, médico que era entonces de este pueblo. Un día lluvioso que este se quedó cazando entre unos juncos toda una mañana, esperando encontrar una cigüeñuela y después de estar mojándose, durante más de tres horas, llegó a la casa donde los otros cazadores esperaban en la cocina, sentados a la lumbre esperando su llegada; llegó éste muy contento mostrando su presa, y al mismo tiempo diciéndole que era una cigüeñuela, y que le había cortado la yugular, mientras les mostraba a los allí presentes el cuello ensangrentado del animal.  Algunos de los cazadores estimaron que no valía la pena haberse puesto como una sopa, para traer un bicho,  que no tenía carne ninguna y que además, no se podía comer. Lo notó Aceña disgustado, por el poco aprecio que algunos de los cazadores habían hecho del esfuerzo que él había realizado, para cobrar una pieza tan rara de encontrar en estas latitudes, y que él pensaba disecar y guardar como recuerdo, por lo difícil de encontrar que era, y como recuerdo de aquel día de agua y frío, en el que cazó aquel raro ejemplar.

En recuerdo de aquel trance, Aceña escribió estos versos.

Con la suavidad del guante,
y alegando mil razones,
caza por combinaciones,
que se forja en un instante.

Es más duro que el diamante,
y a cien mil medios apela,
para  hallar la cigüeñuela,
y cortar la yugular.

A Pascual Romero, cazador y amigo personal, de su misma edad, también le dejó hecha su semblanza. Era Pascual Romero, oficial primero del Ayuntamiento de Aldea, hombre siempre dispuesto a ayudar a resolver problemas a quien lo buscara, sin ningún interés personal. Si en unas particiones en que no se pusieran de acuerdo los herederos lo llamaban, allí iba Pascual, y su palabra era siempre respetada por todos.

Si llegaban gitanos, enseguida lo buscaban, bien por si conocía a alguien al que le pudieran vender alguno de los animales que traían, o para que les acompañara a casa de algún labrador, y que este les dejara la casa de la era, para que en ella se pudieran refugiar de las frías noches del invierno la familia gitana con sus animales. Y esto era así, no porque lo moviera ningún interés personal, si no por que así era su forma de ser, su idiosincrasia. Con estos versos lo retrató Aceña, y de él también contaba haberle oído decir a un gitano durante un trato: Señor Pascual, suya es la burra, el dinero, y mi persona.

Serio, formal, retrechero,
sin grandes aspiraciones,
igual caza perdigones,
que habla con gitana gente,
es atero permanente,
archivo de cordelillos,
se enfada, y a armar pelillos.

No tuvo Aceña aquí familia, su padre era de Lorca y su madre de Granátula,  nunca oí en mi casa que se hablara de la familia de Granátula. Como él no tuvo hermanos, y, por supuesto,  tampoco sobrinos, la familia que le podía quedar era ya en segundo grado y de esta solo tengo noticias de un primo hermano de su padre, coronel de caballería, que encargado por el ejército, venía todos los años a la feria de Almagro para comprar caballos. Siempre se pasaba por aquí, estaba unos días y se marchaba pronto. Los viajes entonces se hacían muy largos, y siempre en vehículos tirados por animales, o bien cabalgando sobre ellos.

Hubo también una mujer, que durante algún tiempo, vino en algunas ocasiones, y pasó aquí algunas temporadas, venía con una hija suya de unos catorce o quince años. Era viuda de un primo suyo, pero aquello no debió durar mucho, parece ser que la hija de esta señora mantuvo cierta relación sentimental con Ricardo Villalón, que era más o menos de su misma edad. Como un día Aceña observara  al pasar al corral de su casa, que la muchacha hablaba con alguien, y él no veía a nadie que estuviera cerca de ella, se dio cuenta que, mientras estaba hablando, permanecía un poco inclinada hacia adelante la muchacha, y pegada a la pared; esto le hizo pensar que estaría pelando la pava con Ricardo, ya que a la casa de Aceña la separaba una pared divisoria de la casa de los padres de Ricardo. Como más tarde pudo comprobar habían perforado la pared con una aguja de los corrales de las ovejas, y por allí hablaban. Debió de comentar Aceña esto con la madre de la muchacha, y esta preocupada, tal vez por los pocos años que ambos tenían, se marchó con su hija al día siguiente y no volvieron más a venir.

Por fundados motivos no caía bien en casa de la familia de su mujer Aureliano, principalmente por su gran afición a las mujeres. Esto hizo que se mantuvieran las distancias, sobre todo con su cuñado Feliciano Benítez, médico que era en Aldea y al que Aceña respetaba,  sobre todo cuando Feliciano estaba presente.

Había muerto su suegra, y en una reunión que mantuvo la familia para repartir los bienes que su suegra había dejado al morir, Aceña, que iba acompañando a su esposa,  dijo al empezar la reunión,  sin que hasta entonces hubiera hablado ninguno: yo lo único que quiero es que me den lo que me corresponda, si de una silla me corresponde un palillo que ese palillo me lo den. Contaba mi madre, que allí estaba y que entonces tenía doce años, cómo vio a su tío Feliciano levantarse, acercarse a él, cogerlo de las solapas de la chaqueta, levantarlo, y decirle: tú aquí no tienes ni palillo ni silla. Se quedó Aceña blanco, sudando por todos los poros de su cuerpo, y disculpándose de forma continuada mientras duró la reunión.

Para mí era comprensible la postura de Feliciano, acababa de morir su madre, con la que había vivido toda su vida, y previsiblemente esta le habría comentado en múltiples ocasiones las infidelidades que Aceña le hacía a su hermana, y al mismo tiempo recordaría las vejaciones y disgustos que con esto les hacía pasar a toda la familia, y esto provocó en él esta reacción perfectamente justificada.

Muerta Cirila Acevedo, que había sido última heredera del mayorazgo que fundara Don Manuel Muñoz y Cano, presbítero Comisario del Santo Oficio,  teniente y fundador de la Ermita de San Sebastián Extramuros, y que esta familia heredó en el año mil setecientos treinta y ocho, fecha de la muerte del Inquisidor que lo fundó; y que en esta familia había ido pasando de generación en generación durante cerca de doscientos años. Llegó el momento, que por disposiciones legales, y en virtud de unas leyes más justas, desaparecieron los mayorazgos, y todos los hermanos eran declarados herederos a partes iguales, terminando así con la injusticia de que en determinadas familias, el hermano mayor era rico y los demás pobres.

Don Manuel Muñoz y Cano, Comisario del Santo Oficio, y fundador de la Ermita de San Sebastián

Don Manuel Muñoz y Cano

Cuando murió Cirila Acevedo, su hija Teresa tenía treinta y ocho años y en su familia nadie pensaba ya que fuera a casarse, pero como el destino de las personas no está escrito, y si está escrito, sólo los dioses lo conocen, y no está a la vista de los mortales. Un buen día, poco tiempo después de que su madre muriera, Teresa habló con su hermana Elisea y le dijo, que pensaba casarse. Le había escrito Don Pascasio Ruiz Almansa pidiéndole su mano y ella estaba dispuesta a aceptarlo.

Elisea les dijo a sus hermanos lo que Teresa a ella le había dicho. A todos les pareció un disparate la decisión que Teresa había tomado, y por todos los medios a su alcance, trataron de convencerla de que razonara su decisión y no se casara. Era Pascasio un hombre viudo, tenía un hijo, que era casi de la edad de Teresa y a ella le llevaba más de veinte años. Aunque fuera rico, a ninguno de sus hermanos le parecía bien que con ella se casara.

Tenía Pascasio en Aldea tierras, que había heredado de su primera mujer, Consuelo Prado, y aunque él vivía en Torralba de Calatrava, pueblo este donde había nacido, y donde tenía dos casas en la plaza y un importante capital en tierras. Con frecuencia venía por aquí, tenía dos casas en el pueblo, y en algunas ocasiones venía para interesarse por la buena marcha de su hacienda. Esta era la causa por la que en el pueblo era conocido, más por sus defectos que por sus virtudes, tenía fama de burro, mal educado y mentiroso.

De él contaba Aceña que, estando una mañana acostado en su cama, oyó que alguien le preguntaba a otro que venía tirando de una yunta, a la hora de salir los gañanes al campo: ¿dónde estás ahora,  que te veo con otra yunta? a lo que este contestó: estoy aquí, con Don Pascasio.

El que venía por la acera que debía conocer bien a Pascasio exclamó ¡Ah, puñeta, los mejores caballos, siempre van a parar a las plazas de los toros! Desde su cama, Aceña había conocido al gañán que iba con la yunta, que, según contó él después, era Pavica, el mejor gañán conocido en el pueblo durante toda su vida, desde que él se acordaba.

Como ya era viejo, no había tenido otro sitio donde colocarse, que en la casa de Don Pascasio Ruiz Almansa, más conocido en el pueblo por el “tío Nabo Rucio”. En aquella época, los caballos que salían a picar en las plazas de toros, iban sin peto, y en muchas ocasiones, en las plazas durante el transcurso de la lidia se quedaban sin caballos, porque los toros acababan con ellos antes que el festejo terminara. En general, esos caballos eran viejos y no valían ya para hacer otros trabajos, y aunque muy buenos hubieran sido, la gente se desprendía de ellos, ya que no estaba dispuesta a seguir dándoles de comer hasta su muerte. Los caballos, como los esclavos, aunque hubieran sido muy buenos, no tenían quien les costeara sus años inútiles.

Los consejos que Teresa recibió de su familia no cambiaron  su decisión de casarse, y ésta le dijo a sus hermanos que Pascasio iba a ir a pedir su mano, a entregarle la pulsera de pedida, y que le gustaría que en ese acto estuvieran con ella.

Aceptaron estos la petición que les hacía su hermana, y estuvieron todos acompañándola. Sabían sus hermanos que la decisión estaba tomada, y que ya nada se podía hacer para cambiarla.

En contra de la opinión de mi abuelo Primitivo, que era partidario de evitar tiranteces, ya que ellos nada podían hacer por impedirlo, estaba el pensamiento de su hermano Feliciano.

Pascasio, el día de la petición de mano fue recibido en la sala principal de la casa. Una vez que llegó acompañado de su hijo, y todos estuvieron sentados en la sala, tomó la palabra este, para expresar el motivo de su visita. A continuación, habló Feliciano y lo hizo en estos términos: “Si mi madre no hubiera muerto, usted nunca se habría casado con mi hermana, y lo va a hacer, porque nosotros no tenemos ningún medio legal a nuestro alcance para impedirlo. Por tanto, no nos queda otro remedio que aceptar los hechos, y esto es lo que vamos a hacer.¨

No dispongo de datos con los que poder narrar la boda de Pascasio y Teresa. Sé que hubo una gran ¨cencerrá¨, y siendo esta forma de manifestarse en aquella época, acompañamiento obligado en las bodas de todos los viudos y viudas, la información que de esta tengo, es que esta fue la ¨cencerrᨠmás grande que en el pueblo se había dado, desde que la gente viva recordara.

Hago mención en este apresurado relato de Aureliano Aceña, tratando de reflejar en él el ambiente que lo rodeó, a las personas que en torno a él vivieron y los hechos que de una u otra forma pudieron haber influido en su forma de ser, en la forma de manifestar su personalidad, a través de sus escritos y de los testimonios que de él guardo. Tal vez por haber nacido y vivido en la casa donde él nació y vivió, y por haber convivido desde mi nacimiento, hasta su muerte,  durante dieciocho años, con Elisea Benítez Acevedo, tía de mi madre, tía nuestra, y tía también de todas y cada una de las personas que alguna relación mantuvieran con la casa, bien fueran, vecinos, trabajadores, sirvientes, o amigos, para todos siempre fue la tía Elisea, mientras vivió, y después de muerta. Esposa de Aureliano con el que convivió durante cuarenta y seis años, al que tanto valoró, tanto quiso, y, sobre todo, al que tantas infidelidades le perdonó a lo largo de su dilatada vida matrimonial.