El trenillo era un tren pequeño, un tren hecho para traer la civilización. No lo movían caballos, se movía solo, y lo hacía con carbón. Ya no se necesitaban animales para viajar. Esto era otra cosa, avanzábamos. Llegó al pueblo después de innumerables reuniones entre la empresa constructora del ferrocarril y los representantes del Ayuntamiento. Las ideas que ambas partes mantenían no sólo eran distintas sino opuestas, cada uno defendía lo que creía que eran sus intereses y era muy difícil llegar a entenderse. A una reunión le sucedía otra reunión y era imposible coincidir en algo.
Venían los técnicos de la empresa del ferrocarril, convencían a los representantes de los vecinos, después de hablarle durante un largo rato de las ventajas que el tren iba a tener para ellos. Eran tantas, que nadie los podía contradecir, eran tan fuertes y convincentes sus razones, que nadie podía rebatirlas. Todos callaban y asentían con la cabeza. Pero cuando tenían que firmar, no firmaba nadie. Sólo están contentos los de siempre, los cuatro señoritos, los que pueden viajar, los que saben, decían. ¿Dónde vamos a ir nosotros, qué tenemos nosotros que hacer por ahí? El tren lo vemos bien para los que vayan a ir de viaje, pero si nosotros no vamos a viajar, ¿para qué lo queremos? decían
El ingeniero de la compañía trataba de convencerlos siempre con nuevos argumentos. Les hablaba de lo que iba a suponer el progreso para el pueblo, de los cambios que les iban a llegar, a los ricos, a los menos ricos, a las mujeres, para todos iba a traer beneficios el ferrocarril. A nadie perjudicaría, les facilitaría la salida de sus cosechas, podrían llegar en menos de dos horas a Puertollano y en poco más de tres a Valdepeñas. Tenía que pasar también por Calzada, por Granátula, y los dejaría cerca del Moral, de Bolaños, de Almagro y de Argamasilla. Y en Valdepeñas y Puertollano podrían enlazar con los trenes de vía ancha. Y desde allí podrían ir a cualquier parte del mundo. Tendrían el mundo al alcance de su mano, les decía.
Tenía la empresa constructora del ferrocarril la idea de no forzar a los labradores y esperaban que éstos, en pocos días, se dieran cuenta de lo que le iba a suponer a los vecinos la llegada de la técnica, el cambio que esto le iba a dar a sus vidas.
Se resistían los aldeanos a firmar los papeles que la empresa les ponía delante, aunque les pagara un buen precio por las tierras que la vía tenía que ocupar. Desde Madrid pensaron los directivos de la empresa, que tenían que convencer a las mujeres, para que éstas ayudaran a los maridos a decidirse. Ellos ni decían sí, ni decían no, pero firmar no firmaban. Se entrevistaron con las mujeres que ellos pensaban que más influencia podían tener en el pueblo, para que ellas fueran las que decidieran directamente y tomaran la decisión por sí mismas, o que presionaran a sus maridos para que fueran ellos los que decidieran. Así no podían seguir, si no había una decisión positiva, al ferrocarril no le quedaba otro camino que tomar, que ir a los tribunales y solicitar la expropiación forzosa.
Actuando así, tendrían que retrasar durante unos meses el comienzo de las obras, y por eso estaban insistiendo tanto. Si esto no fuera así, haría ya tiempo que lo tendrían resuelto. Al permanecer con su actitud, estaban perjudicando gravemente al ferrocarril, y éste no podía seguir así por más tiempo. Tendrían que solicitar del Estado una expropiación forzosa.
Serían los tribunales de justicia, los que en su día tendrían que decidir, y hacer la valoración de las tierras que el ferrocarril ocupara. La valoración siempre se hace con arreglo al valor catastral que la finca expropiada tiene. Esto sería una cantidad insignificante, muchas veces menor que lo que el ferrocarril les está ofreciendo.
Quedaron las mujeres preocupadas con la información que le habían traído los hombres del ferrocarril. Cuando éstos se marcharon, permanecieron ellas reunidas durante un rato largo. Al principio calladas, poco a poco empezaron a hablar las más pesimistas. Lamentaban lo poco que les había servido sujetar a los maridos para que no firmaran la venta que el ferrocarril solicitaba. Otras pensaban que no había que rendirse, pero que había que buscar nuevos argumentos. Argumentos que le sirvieran para conseguir lo que ellas estaban buscando desde el primer momento. Y si como dice un refrán, todos los caminos conducen a Roma, nosotras lo que tenemos que hacer es ir a Roma por otro camino. Aunque tengamos que coger un camino más largo y menos seguro.
Todas quedaron intrigadas con las palabras que había pronunciado aquella mujer. Nadie conocía lo que en su mente tenía. Y todas le preguntaron al mismo tiempo, por el camino que tenían que seguir para ir a Roma. Hubo un murmullo generalizado entre todas las asistentes a aquella reunión. Cuando todas callaron se levantó la señora aludida, dispuesta a mostrarles a todas el camino que ella había ideado. Tendrían que seguir otra alternativa para llegar donde se habían propuesto. Y éste era el camino que ella proponía, y que era distinto al que en principio pensaron, pero que éste, también las podía llevar a donde ellas querían ir.
Podemos dar por terminada nuestra pretensión de evitar que el tren pase por el pueblo. Las palabras que acabamos de oír han sido claras y terminantes. Ya no va a haber más reuniones. Ya han dejado la decisión en nuestras manos. No nos queda más alternativa, que aceptar la oferta que tenemos, o ir directamente a los tribunales. Si vamos a los tribunales, sabed de antemano, que el juicio lo tenemos perdido. Los tribunales no pueden ir contra las leyes, y las leyes dejan claro que el bien común esta por encima de los bienes particulares. Coger la opción de ir a los tribunales sería coger el camino del matadero. Provocar un juicio a sabiendas de que lo vamos a perder. Y aceptar la oferta que tenemos, sería ver salir a los hombres, desde nuestras casas, montarse en el tren delante de nuestras narices para irse a Valdepeñas, a Puertollano o a cualquier otro sitio, limpios y arreglados, para irse a las casas de las Doñas, y satisfacer sus aspiraciones sexuales.
A las mujeres nos toca como siempre, lo que a la oveja serrana, gemir y dar la lana. Dijo una de las asistentes a la reunión. Un murmullo de indignación se levantó entre las reunidas. Volvió a oírse la voz de la señora que antes había hecho las propuestas, pidiendo calma una y otra vez. Logró aplacarlas un poco, diciendo: hasta ahora he dicho lo que no debemos hacer, lo que nunca debemos aceptar. Partiendo de donde estamos ahora, y desechadas nuestras previsiones por imposibles, os voy a presentar otra alternativa, menos radical, pero que para nosotras puede tener los mismos efectos, nos puede dar un remedio, igual o parecido al que en principio pensamos.
No podemos evitar que el tren pase por nuestro término municipal, pero debemos evitar que el tren se acerque al pueblo. Tendremos que buscar un camino alternativo, para que el tren no se acerque al menos en cinco kilómetros a las casas. Podemos aceptar que pase por nuestro término, pero que no se acerque a nuestras casas. Tenemos que defender a nuestros hijos, a nuestros mayores, nos tenemos que defender nosotros mismos.
He visto otros trenes que igual que éste, marchan con carbón, y que al desplazarse lanzan llamaradas que durante el día, a no ser que estés cerca, no se ven, pero en la noche aterran a quien los ve pasar. Tenemos que hacer ver a todos, que lo único que nos mueve, es la defensa de nuestras vidas y por supuesto las vidas de nuestros hijos y la de nuestros mayores antes que las nuestras. A los que primero tenemos que convencer de esto, es a nuestros propios maridos, que son los que tienen que defender ante el ferrocarril lo que en la mente de todas nosotras está. Y al mismo tiempo, la defensa de nuestras familias y de nuestros bienes. Lo que a ninguna de nosotras se nos puede ocurrir es dar a conocer a nadie nuestro principal objetivo. Ese tiene que ser nuestro gran secreto. Si a alguna se le ocurre compartirlo habríamos fracasado. Todos se reirían de nosotras.
Nuestra oferta tiene que ser ésta:
1- Aceptar sus condiciones en cuanto a las indemnizaciones.
2- Aceptar que el tren cruce por este término y que al cruzarlo nunca pueda pasar a menos de cinco kilómetros de las paredes del pueblo.
3- Que la compañía administradora del ferrocarril se comprometa a pagar un seguro suficiente, para indemnizar a los vecinos, que en su día, pueda ser afectados por el fuego que el tren provoque, a su paso por este término municipal.
Con esta oferta lograremos, en primer lugar, que los hombres no puedan coger el tren en las paredes del pueblo. En segundo lugar, que puedan cumplir con las obligaciones que como maridos tengan en sus casas y que no busquen fuera lo que puedan encontrar dentro. Y en tercer lugar, no ponerle a mano el aparejo para que piquen. Creo que en el trance que los vamos a poner no van a poder hacer otra cosa que perdonar, el beso que van a recibir, por el pescozón que se van a llevar. Si tienen que darse un paseo de cinco kilómetros a la ida y otro a la vuelta de otros cinco, lo pensaran bien antes de montarse en el dichoso tren. Por eso nosotras, ante ellos y ante los representantes del ferrocarril, tenemos que hacer hincapié en el miedo cerval que sentimos al pensar que en cualquier momento, el fuego pueda llegar a nuestras casas. Y queme no sólo las casas con lo que en ellas tengamos, sino al mismo tiempo queme a nuestros mayores, a nuestros hijos, y a nosotros mismos.
Tengo la esperanza que si esto salga adelante, como creo y espero, que los cinco kilómetros que tengan que recorrer antes de montar en el dichoso tren, junto a los otros cinco de la vuelta, les hagan pensar, en si van a encontrarse con las fuerzas suficientes, para hacer este viaje, y volver a sus casas, sin que los echemos de menos.
Espero que esto le sirva de disuasión a algún insensato, si lo hay y se le ocurre hacerlo, para que no lo vuelva a repetir. Y si alguno lo hace, y lo tienen que traer en unas parihuelas, que ninguna de nosotras sea quien vaya a recogerlo.