XXV
Cuando la conversación que Marcelo mantenía con sus padres fue languideciendo, cada uno se fue a resolver las obligaciones que tenía pendientes, Marcelo decidió encerrarse en su cuarto, y detenidamente analizar todos los comentarios que sus padres habían hecho referente a la postura que habían podido observar en él durante aquel verano en el que de una vez por todas, tenía que salir del seminario, o continuar en él para ser sacerdote de Cristo para siempre. Verdad era que durante el verano aquel, en innumerables ocasiones había pensado en hacerse sacerdote y en dejar de serlo, y aunque tardaba poco en decidirse por uno de los dos supuestos que tenía que aceptar, se encontraba con el problema que al aceptar uno tenía que abandonar el otro. Guardaba el recuerdo que su tía le había dejado de la justicia divina, y el recuerdo de Dios impartiéndola, con la balanza a su lado, pesando los pecados y las buenas obras como libra de peras, y se veía él en sueños, pendiente del camino que pudieran tomar los platillos de la balanza. Otras veces pensaba en lo tranquilos que vivían sus padres, pensando que ni había Dios, ni había diablo, ni había cielo, ni tampoco infierno, mientras él ni un solo día de su vida había dejado de pensar en todas estas cosas.
A Marcelo le hubiera gustado saber con absoluta certeza lo que iba a pasar, si se iba a encontrar con Dios y con su balanza, o si cuando llegara allí, no iba a encontrar a nadie que le pidiera cuentas.
Era una tarde de temprano otoño, y después de una larga sobremesa, paso a su cuarto, sin retirar la colcha se dejó caer sobre la cama y esperó a que le fueran llegando las ideas, todavía no descartaba la religión como refugio.
Para terminar con sus dudas, recordaba los consejos de su tía, siempre obsesionada con las ofensas que le hacíamos a Dios, al que un día le tendríamos que dar cuenta. Marcelo además de los recuerdos que de su tía guardaba, que eran muchos, y casi todos relacionados con Dios y con los demonios. En aquellos días tenía otras temas en que ocupar su mente. En aquellos días, había empezado a visitar el baile, siempre había mirado a las mujeres con discreción y con cuidado de no recrearse con su presencia, para él habían sido siempre las mujeres objeto de pecado, él lo que no quería era condenarse, nunca había tenido ningún momento de intimidad con una mujer, y esto lo atraía, pero pensaba en lo justo que era Dios, lo recordaba sentado en un sillón más alto que él, cercano a la célebre balanza, pero en un plano más alto, mientras él se encontraba un escalón más bajo que la balanza, esperando la llamada de Dios para que este le hiciera la señal convenida y poder empezar a poner en uno u otro platillo sus obras, buenas o malas según el criterio que Dios le marcara. A veces dudaba de la veracidad de esto, ya que esto era lo que su tía Sofía le había estado infundiendo siempre, pero la postura mantenida por sus padres, había sido otra, ellos no eran creyentes, nunca los había visto ir a misa, no confesaban ni comulgaban, solo los había visto ir a la iglesia en contadas ocasiones si alguna persona muy allegada a la familia celebraba su boda o si había muerto, y se daba la misma circunstancia, que el difunto que se fuera a enterrar fuera también muy allegado a la familia. Solo en estas dos ocasiones había visto a sus padres acercarse a la iglesia. Marcelo valoraba mucho más a sus padres que a su tía y pensaba que era mucho más fácil que sus padres llevaran razón, que la razón la fuera a tener su tía.
Sin embargo tampoco se le olvidaban las razones que esgrimía su viejo profesor de filosofía, en el enfrentamiento dialéctico que mantuvo con el seminarista larguirucho, altiricón, que había pasado el verano anterior en Francia, y que llego al seminario convencido por el pensamiento de los librepensadores franceses, con el único fin de despedirse de sus compañeros, y al mismo tiempo, de los profesores y del seminario. Decía este viejo profesor de Filosofía, que antes había sido como él mismo decía un simple cura de aldea. A la hora de valorar el cálculo de posibilidades que teníamos de salvarnos, mientras trataba de rebatir las teorías de los filósofos materialistas franceses, que además de medir las posibilidades enfrentadas con arreglo al número de posibilidades de ser ciertas cada una de la religiones enfrentadas teníamos que tener también en cuenta lo mejor o peor parados que pudiéramos salir al tomar una u otra decisión, con independencia de las posiciones que pudieran tener de ser ciertas las religiones enfrentadas. En esto sí que estaba Marcelo de acuerdo con el cura de aldea que había sido su viejo profesor cuando al referirse a las posibilidades de ser ciertas que al analizar las dos religiones pudieran tener. Decía el cura que aunque las posibilidades de certeza que tuviera la religión católica fueran tan solo del treinta por ciento frente al setenta que pudieran tener los librepensadores estaríamos más seguros de salvarnos los que siguiéramos a Jesucristo que los que siguieran las doctrinas de los librepensadores, ya que si los que siguieran las doctrinas de los librepensadores fueran ciertas, nuestros cuerpos se iban a desintegrar como los suyos, no tendríamos cielo, pero tampoco tendríamos infierno, pero si con el treinta por ciento de posibilidades de acertar, acertáramos, nos salvaríamos nosotros. Y se condenarían los librepensadores.
Este cura es más materialista que todos los librepensadores juntos, dijo ante todos el seminarista larguirucho, altiricón que estaba frente al cura. Y al mismo tiempo es usted mucho peor de lo que yo me imaginaba ¿cómo podrá ser tan interesado y a la vez tan burdo al mismo tiempo? No me podía imaginar que cuando una persona decide hacerse sacerdote para salvar a los demás se pueda actuar de forma ten egoísta, aplaudieron los demás al seminarista que había pasado el verano en Francia, y que había llegado al seminario a despedirse de los compañeros, y a decir en la secretaría del seminario que tenía decidido no seguir estudiando sacerdote, y al mismo tiempo, a solicitar un certificado de estudios, para poder irse a estudiar a la universidad.
Después de que terminaron los aplausos con los que los otros seminaristas premiaron la intervención que este había tenido frente al profesor de filosofía, este un poco corrido contestó al seminarista, dirigiéndose también a todos los presentes: Yo he llegado a este mundo con el fin último de salvar mi alma, y para eso tengo que tomar mis precauciones. Por eso lo primero que tengo que hacer es salvarme yo, y para salvarme yo, tengo que ayudar a que los demás se salven, para eso hago lo que estoy haciendo, enseñar y perdonar los pecados en nombre de Dios, y mientras hago esto, estoy ayudando a salvarme. Pienso que Dios tendrá en cuenta lo que estoy haciendo por su causa. No quedaron muy conformes los seminaristas con las aportaciones a su causa que les hizo el profesor de Filosofía. Sin embargo a Marcelo Santillana, no solo no le habían parecido mal, sino que las consideraba acertadas y justas. Marcelo pensaba igual que el profesor de Filosofía, de lo primero que nos tenemos que preocupar es de nosotros mismos, y si los materialistas al morir no esperan nada del más allá, todos vamos a ser iguales, todos vamos a terminar de la misma forma, pero si los equivocados son ellos, cuando les toque morirse después de estar durante toda su vida haciéndole ofensas a Dios, este no iba a tener más remedio que mandarlos al fuego eterno para que allí purgaran sus pecados. Dios no podía tener dos varas de medir, y si Dios era infinitamente bueno, también era infinitamente justo, y para eso tenía la balanza. Desde que Marcelo había estado escuchando el enfrentamiento dialéctico que mantuvieron el profesor de Filosofía y el seminarista larguirucho altiricón que había pasado el verano en Francia, y que tan convencido volvía del las teorías de los librepensadores franceses, no dejaba de pensar en las palabras de su viejo profesor. Hay que ser prácticos, pensaba Marcelo para sus adentros. Si Dios nos ha hecho para que nos salvemos, y nos equivocamos por seguir las innovadoras teorías francesas, es lógico que Dios nos mande a que ardamos en el infierno durante toda la eternidad, para que allí ardamos como la tea.
Con una de las criadas de la casa recibió Marcelo el recado de que la cena estaba a punto de servirse, y Marcelo que ya llevaba un largo rato tumbado en la cama, apoyando la cabeza sobre sus manos y que estas a su vez las tenía apoyadas sobre la almohada, pensó en no hacerles esperar a sus padres. No quería darles otro disgusto, ya que probablemente el disgusto que lo tendría que dar a sus padres, se lo tendría que dar mañana, cuando le dijera que le prepararan la ropa que se tenía que llevar al seminario, al no tener todavía decidido si definitivamente iba a abandonar el seminario, pensaba que lo mejor sería seguir un año más, ya que al no poder aprovechar este curso en la universidad, mejor sería aprovechar este curso en el seminario. Ante las dudas que con tanta frecuencia le surgían sobre si iba abandonar, o no su carrera sacerdotal, para la que tampoco le faltaba para terminar. Había decidido prolongar su incertidumbre un año más.