En casa de Luisa tenían fundadas esperanzas de ser respetados, no habían intervenido en ninguna confiscación de bienes, aunque estos hubiesen sido para la República, en la detención de ninguno de los habitantes de Alameda y lo mismo pasaba con sus tíos y tías. Sin embargo seguros no estaban, no estaban seguros por las noticias que llegaban de de las zonas conquistadas. Sabían tantas cosas, dormir le costaba trabajo, a todos les era difícil conciliar el sueño. Anselmo estaba preocupado por ser concejal, y pensaba seguir siéndolo, hasta que los golpistas lo echaran. No pensaba abandonar el cargo por miedo a las represalias que este pudiera traerle, de ahí su intranquilidad y la de su familia. Las personas amigas, le habían aconsejado en varias ocasiones, cuando empezó a verse que a la República le iba a ser muy difícil ganar la guerra, que presentara la dimisión, alegando dificultades, en la forma de llevar a cabo la administración del ayuntamiento, por enfermedad, o cualquier otra cosa que se le ocurriera.
Anselmo no podía aceptar estos consejos, cuando aceptó que el Frente Popular lo presentara en su lista de aspirantes a concejales para formar parte del ayuntamiento de Alameda de la Mancha, lo hizo con todas las consecuencias, en los casi tres años que llevaba ejerciendo, por mandato expreso del pueblo en las elecciones municipales del dieciséis de febrero del año treinta y seis, lo había hecho actuando con extrema honradez y altruismo y no pensaba tirar la toalla ante el peligro que pudiera suponer, esperar la llegada de los vencedores. Esto era algo que iba contra su dignidad, contra los principios que como persona tenía asumidos desde hacía mucho tiempo.
La familia de Anselmo temía su posible encarcelamiento, pero respetaba y admiraba su decisión, nadie fue capaz de insinuarle que reflexionara sobre la decisión que había tomado, pensaban también, que era una decisión valiente y digna a la que no debían oponerse, carecían de argumentos. Se vivieron con extrema tensión en esta familia los últimos días de la República, pero también con extrema dignidad, nadie se sentía arrepentido por su forma de actuar, y ninguno estaba dispuesto a mentir para defenderse, ante el posible tribunal militar que tuviera que comparecer, colmado de medallas y de fanfarria.
No pensaban en aquellos momentos ninguna de las familias de Alameda de la Mancha que alguien de allí fuera a ir a la cárcel, ni a ninguno de los ciento ochenta y ocho campos de concentración que se construyeron para albergar a la población reclusa. Hubo cárceles como la de Ciudad Real, que construida para albergar cien reclusos, llegaron a tener mil doscientos presos, y esa fue la tónica de ocupación de las cárceles y campos de concentración españoles al terminar la guerra. Un alto cargo del gobierno alemán Hiner que visitó España, al que Franco acompañó en su viaje por España, le llevó a visitar campos de concentración, al ver en las condiciones en que se encontraban los reclusos, recriminó a Franco su forma de actuar, diciéndole que, una vez terminada la guerra lo que debió hacer era haber ejecutado a los tres o cuatro altos dirigentes más destacados de los vencidos, y esa gente que allí estaba en aquellas condiciones debían estar en sus casas trabajando, que era lo que España necesitaba, para su más pronta reconstrucción.
A Luisa, su familia nunca la excluía del comportamiento mantenido por su familia durante los tres años de guerra, que estaban llegando a su fin. Y era verdad, Luisa no había intervenido en ninguna confiscación, por encargo de la República, ni por encargo de ningún sindicato, ni por encargo del ayuntamiento, aunque hubiera justificación legal para hacerlo. Ni tampoco se había encontrado en la necesidad de detener a nadie, mientras cubría el servicio que la Junta de Defensa Local le había encargado, como jefa de la milicia encargada de guardar el orden dentro del pueblo y en sus alrededores, por carreteras y caminos. Sin embargo había algo que a nadie de su familia se le podía imputar y que a ella le cogía de los pies a la cabeza. Ella a través de los mítines en los que había intervenido, había sido la más firme y vehemente defensora de la República, que en innumerables ocasiones había encendido con sus vehementes palabras, la imperiosa necesidad de defender con uñas y dientes, las ideas, socialistas y democráticas entre la gente que la escuchaba.
En la familia de Luisa nadie hacía mención a esta faceta que ella tenía, ni a la responsabilidad que ante cualquier denuncia le pudieran imputar. Sabía cómo actuaban los tribunales militares y el valor que estos le daban, a los que con la palabra se habían dedicado a defender la pervivencia de la República y de las ideas democráticas y socialistas. Aunque Luisa nunca hablara ante su familia de la carga de responsabilidad añadida que ella iba a tener ante los sublevados, no por eso la obviaba, y de ningún modo pensaba defenderse tratando de negar los hechos que en este sentido le pudieran imputar. Había defendido sus ideas con la palabra dentro de la legalidad vigente, y de nada pensaba arrepentirse. Esto lo había pensado muchas veces, lo tenía plenamente asumido y sabía que nada le podía hacer cambiar. También sabía que le quedaban días muy duros que pasar y que lo que a ella le quedaba por pasar ya lo habían pasado cientos de miles de republicanos como ella, que habían caído ante las paredes de los cementerios, junto a las cunetas de las carreteras, o en cualquier barranco. Con esta gente había conpartido sus ideas, valía la pena haberlas compartido, y al mismo tiempo pensaba, que valía la pena dar la vida por ellas.
Lo que Luisa pensaba no lo comentaba con nadie, ni con su familia, ni con sus amigos y amigas, ni con sus compañeros y compañeras, esto era algo que se reservaba para sí misma y que con nadie pensaba compartir. No era fácil cumplir con nadie la decisión que había tomado, no quería llorar y no pensaba llorar, y para no llorar lo único que tenía que hacer era ocultar a todos esta decisión, que era dura pero digna y necesaria.
Las noticias que llegaban de los frentes eran alarmantes, las tropas insurgentes avanzaban por todos los frentes sin encontrar resistencia. A los puertos mediterráneos no llegaban barcos. Los barcos fondeados en estos puertos no se atrevían a levantar anclas por miedo a ser atacados por la marina insurgente y en los puertos permanecía la gente en los andenes, mojada hasta los huesos, esperando salir. Hacía mucho frío y la imagen que los puertos daban era dantesca. Los ejércitos se batían en retirada y en otras zonas se entregaban sin resistencia. El ambiente que se vivía en la zona republicana era desolador, las esperanzas que se habían puesto en la República se estaban desmoronando minuto a minuto, ya nada se podía esperar, todo estaba perdido, y muy pronto iban a empezar en lo que había sido zona republicana a implantar su ley. El ejército de Franco, la guardia civil, los falangistas y los curas iban a implantar su justicia no escrita ni promulgada. Iban a extenderse por toda España las torturas, las violaciones y las ejecuciones sobre los vencidos, que lo estaban esperando. Pronto iban a empezar a impartir justicia los tribunales militares de tan triste recuerdo, aunque para matar no necesitaban sentencias, solo necesitaban balas, fusiles y pistolas y esto si tenían, y como las denuncias se iban amontonando solo necesitaban voluntarios que los fueran trayendo presos, y para esto sí que encontraron voluntarios. Y para torturar, violar y matar también encontraron voluntarios en el nuevo amanecer de España.
El día treinta de marzo del año treinta y nueve fue un día frío y triste, al atardecer, nadie se atrevía a cruzar la calle en Alameda de la Mancha, y muchas familias se juntaron en la casa de alguno de sus miembros para afrontar la nueva situación. Iba a empezar la hora del llanto para toda España. En otras zonas, ya había empezando, continuaba el llanto e iba a continuar durante mucho tiempo. Luisa y Lucrecia decidieron irse a casa de su hermano Anselmo, después de que estuvieran allí las hijas de Anselmo para que aquella noche fueran a dormir a su casa, quería Anselmo que aquella noche la pasaran juntos, temían dejarlas solas aquella noche, estaban en las mismas afueras del pueblo cerca del arroyo y temía Anselmo que cualquier cosa pudiera pasar. Ya sabía Anselmo que el gobierno se había desmoronado, el ejército se había rendido, y de los incontrolados se podía esperar cualquier cosa. Los incontrolados vestían con camisa azul, pantalón negro, y actuaban en nombre de Cristo, con la insignia de cristo en el pecho. Tiempo después, el poeta español León Felipe escribiría en el exilio:
Franco, con su corte de obispos y banqueros
repartiendo favores y premios. Yo blasfemo.
Cualquier cosa se podía esperar de los falangistas, les había llegado la hora de actuar en la parte de España que hasta ahora había permanecido independiente, pero ya podían actuar libremente lo iban a hacer, para eso habían quedado y para eso estaban.
Cuando las hijas de Anselmo llegaron a casa de Lucrecia y expusieron el motivo de su visita, Lucrecia trató de evadirse diciendo que ellas iban a echar su cerrojo, y que no iban a dejar de pasar a nadie. Decía también Luisa que ella tenía armas, y si alguien intentaba entrar, las iba utilizar para su defensa. Dirigiéndose a su tía le dijo: váyase con ellas, me voy a quedar aquí esta noche, si han decidido matarme, lo van a hacer, prefiero utilizar las balas que aquí tengo en mi defensa, a que alguien las pueda utilizar contra mí. Estamos donde estamos, y pasará lo que tenga que pasar. Idos vosotras, dadme un beso antes, por si no volvemos a vernos y salid ya antes que la noche cierre.
Llamaron a la puerta, sobresaltadas, callaron, y Luisa más tranquila, contestó: ¿Quien es? Respondió Anselmo desde la calle, soy tu tío Anselmo, abre la puerta.
Corrieron todas hacia la puerta, la abrieron, y emocionadas, se abrazaron a él. Cuando Anselmo llegó a casa de su hermana, acababa de encenderse el alumbrado de la calle, con nadie se había cruzado en el camino de una casa a la otra, el pueblo está asustado, ¿Qué va a pasar mañana? pensó. Cuando atravesó el umbral de la puerta, y vio que todas se abrazaban a él, se dijo a si mismo, estas están más asustadas que el pueblo, y verdad es que más motivos si tienen, aunque todos tratemos de disimularlo. Pronto todos estuvieron sentados en la mesa camilla de la cocina, y con pocas palabras, a petición de Lucrecia, Luisa expuso a su tío los argumentos que minutos antes acababa de exponer a su tía y primas. Había seguido Anselmo con suma atención los argumentos que su sobrina, de forma clara y terminante acababa de exponerle, y después de permanecer callado durante unos segundos, le dijo, estamos ante una situación dura y difícil, en este momento es difícil atreverse a decir lo que se debe hacer, ante una situación como esta. Cuando se inició el golpe de estado, nadie esperaba que ahora nos íbamos a encontrar así, aquello no fue el inicio de un golpe de estado, fue el inicio de un exterminio. Por eso ahora es tan difícil decir lo que tienes que hacer, sin pensar que la solución que te pueda dar ahora, no vaya a ser una solución equivocada.
De todas formas, dijo Anselmo a su sobrina, después de haber esperado unos segundos, siempre es mejor no precipitarse, no podemos adelantar acontecimientos cuando todavía no sabemos lo que va a pasar, y cualquier cosa puede pasar. Si supiéramos que es lo que van a hacer, estaríamos en condiciones de decidir, pero ante la duda creo que no nos queda otra remedio que esperar, aunque esperando salgamos peor parados. No podemos dar pie para que nos maten por defender la República, en otros pueblos han ejecutado a mucha gente, no todos somos iguales, no todos tenemos los mismos instintos, no todos tenemos la misma sangre. Nosotros hemos procurado siempre respetar a todos, y creo que lo hemos conseguido, pero hemos defendido a la República, que hasta ahora ha sido el gobierno legítimamente establecido, puede que haciendo esto, podamos haber ofendido a alguien. Lo hecho, hecho está y es duro estar donde nos encontramos, son muchos los que han sido ejecutados por hacer lo que nosotros hemos hecho, y sé que van a ser muchos los que les quedan por ejecutar por defender el gobierno republicano y que, salvo raras excepciones, las causas que van a motivar esas ejecuciones van a ser las mismas que las motivarían las nuestras.
Me gustaría, que de darse una ejecución en la familia fuera la mía, y no tengo complejo de culpa, ni de héroe. Si se repitieran los mismos hechos, volvería a actuar de la misma forma, volvería a defender la democracia y la República, que es lo que he hecho hasta ahora, y por lo que me pueden juzgar los insurrectos. Hemos defendido siempre el gobierno legítimamente establecido dentro de la ley, prefiero que me disparen a tener que disparar contra alguien. Es una situación dolorosa, triste y desesperada en la que nos encontramos, pero ante esto no tenemos que perder los principios. Y sobre todo, nos podrán encarcelar, incluso podrán llegar a ejecutarnos, tienen el apoyo del capital, los apoya la iglesia, los apoya el ejército de Franco, la guardia civil, y tienen a Falange Española y demás organizaciones fascistas incluidas en ella, y sobre todo saben matar, están acostumbradas a torturar y a matar y van a seguir torturando y matando.
Continuó Anselmo hablando, mientras a su familia que le escuchaba en silencio, sin un ruido, sin un quejido, las lagrimas continuaban surcándoles las mejillas. No nos queda nada, lo hemos perdido todo, no tenemos ejército, no tenemos dinero, todo está perdido. Vamos a tratar de conservar las ideas, los principios, solo nos queda el llanto.
Se levantó Anselmo de la mesa diciendo: vamos esta noche a mi casa, al menos esta noche espero que la pasemos juntos, lo que ha de ser, será. Vamos a esperar que se haga de noche, guardad las lágrimas para más tarde, tiempo tendremos para el llanto. No vamos a disparar contra los que vengan a detenernos, si es que vienen. Vamos a esperarlos tranquilos, ¿verdad, Luisa? Movió Luisa la cabeza en sentido afirmativo, y secándose las lagrimas, fueron saliendo hacia la calle. La noche estaba oscura, hacía aire y frío, esperaron que Lucrecia cerrara la puerta y empezaron a andar. El chirrido de la puerta sonó a despedida.