XXI
Las palabras que Marcelo Santillana había oído a aquel seminarista larguirucho, altiricón, que había pasado aquel verano en Francia, le gustaron pero no acabaron de convencerlo, no se encontraba con fuerzas para seguirlo, pensaba que las palabras habían estado bien, pero no dejaba de pensar que también podía estar equivocado. La Iglesia tenía casi 2000 años de historia y aunque Jesucristo la hubiera creado, siempre había estado gobernada por hombres, y los hombres se equivocan a veces, y como decía el profesor de Teología, cada uno tenemos que pensar con los medios que tenemos. Algunas veces nos equivocamos, no tenemos que fiarnos tanto de nuestro cerebro. Si todos tuviéramos los mismos medios para alcanzar la verdad, seríamos todos sabios y eso no es así, si la humanidad ha progresado tan poco como ha progresado hasta ahora, no se por qué en Francia saben ahora tanto como para con sus ideas cambiar el mundo en tan poco tiempo.
Entonces Francia era el país más libre y culto del planeta y al mismo tiempo era uno de los más ricos. Hacía ya tiempo suficiente que la Revolución, que acabó con la Toma de la Bastilla por el pueblo, la ejecución del rey Luis XVI y su esposa María Antonieta, había hecho sentirse a los franceses más libres, menos encorsetados. La Iglesia había perdido fuerza y poder, se sentían libres, pensaban más y mejor pensado, en pocas palabras, la Revolución Francesa estaba dando sus frutos, y el seminarista, larguirucho, altiricón, que había pasado el verano en Francia, había asimilado plenamente las ideas revolucionarias de los franceses, venía pletórico de su viaje, y al mismo tiempo traía unas ganas locas de exponer ante sus compañeros y profesores lo bien que había aprovechado el tiempo, y a la vez pensaba en el poder que disfrutaba la monarquía y la Iglesia en España. A toda marcha tenían que desaparecer ambas instituciones. A Marcelo Santillana le gustó la exposición de ideas que el seminarista afrancesado había expuesto en su interpelación al viejo profesor de Teología en el seminario, sin embargo pensaba que en España esas ideas no se podían llevar a cabo. Todavía no estamos preparados para asumirlas, decía. Pensándolo bien esta forma de pensar puede ser peligrosa, no la podemos aceptar sin más ni más, estas ideas no están contrastadas, y no sé hasta que punto podemos darlas por buenas. Se habían impuesto en Francia tras una revolución que hizo rodar muchas cabezas en la guillotina. Pensaba Marcelo que en Francia era distinto, Francia era un país más progresista que España. Hemos estado viendo hasta hace muy poco los amaneceres sangrientos que formaba la Inquisición en cualquier ciudad, en cualquier pueblo de España. El poder y la Iglesia siempre han ido juntos aquí, y eso no debemos olvidarlo nunca, y si tenemos en cuenta nuestro secular atraso que con relación a Europa llevamos, veo muy difícil que estas ideas puedan prosperar entre nosotros. Más que difícil, lo veo imposible, cada pueblo tiene su idiosincrasia, y España no es Francia.
A la vez que las ideas que había expuesto el seminarista afrancesado pensaba también en la exposición que había hecho el profesor de Teología que la verdad era que habían sido más prosaicas, a la vez que más reales, menos utópicas, más parecidas a la vida que pasa. Pensaba Marcelo también en la posibilidad que tenía de que Dios lo estuviera esperando después de la muerte, y como decía su tía Sofía, que Dios lo estuviera esperando para juzgarle, para ponerle en los platillos de su balanza lo bueno y lo malo que a lo largo de su vida hubiera hecho, y qué decepción se iba a llevar si los platillos de la balanza divina donde Dios había puesto sus buenas y sus malas obras, veía que al platillo de sus buenas obras lo arrastraba el de sus obras malas, y Dios poniéndole cara de circunstancia le abría las puertas del infierno para que purgara los pecados eternamente.
Se le erizaba el cabello a Marcelo cuando pensaba en lo que su tía Sofía le había dicho aquel verano que se había ido a la finca de sus abuelos pensando en aprender a montar a caballo en las yeguas de su abuelo (cosa que no hizo). Sin embargo sí que aprendió allí gracias a su tía, a cogerle miedo al más allá. Pensaba en que podía llevar razón su tía, y a la vez pensaba que podría no llevarla, y que entonces él podría llevar una vida más placentera si optaba por la vida que había llevado su padre de labrador acomodado, honrado y respetado, sería más feliz que si optaba por hacerse sacerdote, siempre con las sayas puestas entre latinajos, novenas, triduos, trisagios, entierros, procesiones y horas de confesionario. No sabía Marcelo qué camino tomar, a veces pensaba que su tía le había metido tanto miedo en el cuerpo que nunca iba a poder quitárselo de encima, y le costaba trabajo pensar que toda su vida la iba a tener que pasar asustando a los fieles con los pecados y el infierno, rezando para que los fieles le siguieran, andando detrás de las procesiones con los ropones puestos, y rezando y lanzando loas al santo que sobre sus hombros llevaban los fieles más devotos y al que seguían cantando y rezando las más recalcitrantes beatas.
No veía claro Marcelo el camino a seguir. Miraba a su padre y pensaba en las razones que había tenido para pensar como pensaba, y recordaba a su tía y le temblaban todos los huesos de su cuerpo pensando en el infierno y los demonios. A veces pensaba en lo mucho que le costaba tomar decisiones, y como su padre había encontrado su camino, pensando y razonando, una vez que los frailes donde estudiaba le hicieron que tomara la decisión de dejar de estudiar, cuando le dijeron que le iba a ser muy difícil hacer una carrera. Qué bien había resuelto su padre el dilema que le plantearon los frailes. Optó por dejarlos, irse a su casa, y ser labrador como había sido su padre y sus abuelos. Tal vez el consejo que le dieron los frailes a su padre fuese un consejo interesado, pensando que su padre iba a optar por elegir la carrera eclesiástica ante las dificultades que le podía ocasionar elegir una carrera en la universidad y que luego la tuviera que dejar sin terminar. La decisión tomada por Ramón Santillana, había sido una decisión acertada, de la que nunca se había tenido que arrepentir. Había heredado una importante hacienda de sus padres y de su tía Josefina, que había tenido que compartir con su hermana, se había casado con Amparo Solís, que a la vez había recibido una gran hacienda en el pueblo de Puente de los Desamparados, y que esta no había tenido que compartir con nadie, ya que su hermana Sofía había muerto antes que sus padres, y al morir estos todos los bienes de la familia pasaron a Amparo, que había sido la única heredera de la casa.
Amparo había sido la única hermana de Sofía, y al morir esta antes de que sus padres murieran, había trasformado a Amparo en una de las más ricas propietarias de su provincia, y que además de ser una rica heredera, había sido una buena madre y una excelente esposa. Como valoraba Marcelo la decisión que su padre había tomado de abandonar a los frailes, y como ahora la decisión de abandonar el seminario, él no era capaz de tomarla, pensaba en la otra vida, en el adoctrinamiento que su tía Sofía le había hecho y en el que a diario le estaban haciendo en el seminario.
A cada momento, las dudas asaltaban a Marcelo. No dejaba de pensar en el prestigio que había alcanzado su padre en el pueblo donde vivía, que era su pueblo, sino en Puente de los Desamparados, el pueblo de Amparo, donde estuvo cinco años viviendo hasta la muerte de su padre. Esto le hizo trasladarse a su pueblo por no dejar a su hermana sola. Admiraba mucho a su padre, siempre lo había mirado con admiración y cariño, e igual le pasaba con su madre y con su hermana, los veía mas valientes que se veía él para enfrentarse a la vida, y a veces se lo reprochaba. Soy el más cobarde de la familia, se decía, Y no es miedo a esta vida lo que tengo, es miedo al infierno, el miedo que me hizo sentir mi tía y que el seminario se ha encargado de ir agrandando, se decía una y otra vez. Mi padre fue capaz de romper ese miedo que sintió al insinuarle los dominicos que si una vez terminado el bachiller optaba por irse a la universidad, se tendría que venir sin terminar, ofreciéndole a cambio hacerse dominico, cosa que no hizo. Esto que yo no he sido capaz de hacer hasta ahora, a los veintidós años que tengo. En los asuntos más importantes de la vida, cuánto me cuesta tomar una decisión. Cuando decidí irme al seminario, para ser sacerdote de Cristo para siempre, lo hice de la mano de mi tía Sofía, apoyándome en ella, y ahora que no tengo mano en que apoyarme, no soy capaz de dar el paso adelante que necesito. Se hacía Marcelo estos reproches a sabiendas de que este paso nunca lo iba a dar, pesaban en él mucho las palabras del profesor de Filosofía cuando hablaba con el seminarista afrancesado que ya había abandonado el seminario y le decía: Para tomar una decisión hay que tener en cuenta las posibilidades que tengamos de acertar y lo que nos juguemos en ella. No necesitamos tener la certeza de que lo que vamos a hacer es lo mejor, la certeza absoluta no existe, o al menos no esta a nuestro alcance. Podemos acercarnos a ella, basándonos en el cálculo de posibilidades que podamos hacer, que siempre será una idea aproximada, nunca será una certeza. Y la decisión que tengamos que tomar tiene que estar basada en dos variantes. Primero, analizar detenidamente el calculo de posibilidades que tenga de ser cierta la cosa analizada. Y segundo, lo que suponga para cada uno acertar o no en la decisión que vamos a tomar sobre el tema analizado, con independencia de las posibilidades de certeza que cada una tenga.
Si las posibilidades de ser cierta la cosa evaluada en nada nos afecta, nada nos debe importar que sea o no sea cierta. Debemos optar siempre por aquella posición que mayores beneficios nos pueda aportar, pensar que la que debemos optar por aquella que más beneficios nos reporte. Si analizamos las posibilidades de ser ciertas dos religiones, pongamos por caso, el materialismo y el cristianismo, una vez que analicemos el tanto por ciento de posibilidades que cada una de las dos religiones tiene de ser cierta tendríamos que analizar detenidamente cómo nos iba a afectar el seguir una u otra religión. Pongamos por caso que el materialismo tenga un porcentaje de posibilidades de ser cierta del setenta por ciento, y el cristianismo tenca solo un porcentaje de certeza del treinta. A simple vista vemos que la religión con más posibilidades de ser cierta es el materialismo, y la que menos es el cristianismo. Pero si analizamos las consecuencias que nos podría traer decidirnos por una u otra religión, vemos que si nos decidimos por las religiones materialistas, y efectivamente las religiones materialistas son las verdaderas, podemos ver que hemos acertado y que nuestro propio interés ha salido beneficiado con la elección que hemos hecho. Pero si a pesar de tener ante nosotros la religión verdadera aunque solo tuviera un treinta por ciento de posibilidades nos hemos equivocado y hemos perdido en nuestra elección, nos ha tocado perder y solo nos queda esperar que Dios sea benevolente con nosotros y no se le ocurra abrirnos las puertas del infierno. Debía pensar el viejo profesor, que aparte de filósofo era cura y que Dios le iba a pedir cuentas por equivocarse.