XXIII. Hospiciana

La persona que me ha informado todas sabéis quién es, aunque no estéis acostumbradas a llamarla por su nombre, utilizáis un peyorativo, fruto de una época de la vida que le tocó vivir, como consecuencia de haber perdido a sus padres, antes de haber cumplido los dos años. Esa muchacha que como consecuencia de haberse quedado huérfana a tan corta edad, y no haber recibido más herencia que el Pecado Original, que como nosotros heredó de Adán y Eva, cosa esta que le dejaron muy claro y muchas veces las monjas encargadas de su formación y custodia, y de las que guarda un duro y triste recuerdo, no merece que la tratéis de forma despectiva como estáis acostumbradas a hacerlo. Para mí esta muchacha, que es alta, bien formada, y guapa, es también persona inteligente, y más que inteligente  brillante, y que igual que a mí me lo parece, le parece a otra mucha gente, que ha tenido la suerte de hablar con ella y conocerla. Preocupada por el bien de todos, y mas aún por los que más lo necesitan, trasmite fuerza y seguridad a quienes la escuchan y es capaz de electrizar con sus palabras a una multitud que la esté escuchando. Esta muchacha a la que vosotras llamáis hospiciana, llegó al pueblo hace unos meses, vive con su tía en una casa de la calle del alcalde Victoriano, cerca del arroyo, y se llama Luisa Rojas. Me gustaría que la conocierais, que sepáis quién es, y que no volváis a llamarla hospiciana.

A la palabra hospiciana nosotras no queremos darle un sentido peyorativo, mejor dicho no se lo damos. Al decirle hospiciana, lo que tratamos es que la persona a la que nos dirigimos, la localice antes, que dé antes con ella y no tener que llevarla de la mano hasta que la localice. Puede que os cueste trabajo dar una larga explicación, pero aunque os cueste trabajo, procurad hacerlo, que ya veréis como os entienden. Si no sois capaces de dar a conocer su imagen por su nombre, llamadla republicana, o miliciana, que viene a decir defensora de la República. Espero que con este nombre la encuentren enseguida.

Las labradoras reunidas aquella tarde abandonaron la reunión después de oír las palabras de aquella mujer, que conocía a Luisa, y que tan poco le gustaba que le dijeran hospiciana. Pronto empezaron a hablar de las cosas que cada una se había dejado sin hacer en su casa y de la necesidad que tenían de hacerlas antes de que volvieran los maridos. Pero aquella noche a todas les dio tiempo de pensar en Luisa Rojas, la Republicana. Aquella noche, y muchas más noches.

Vamos a salir en grupos pequeños, es mejor que no nos vean a todas juntas, podrían sospechar que algo nos traemos entre manos, la guerra todavía no se ha ganado y podríamos tener problemas si alguien nos ha visto y sospecha de nosotras. Salieron en pequeños grupos, como habían acordado, mientras las que quedaban en la casa permanecían calladas, sin hacer comentario alguno a las palabras de la mujer que se había erigido como defensora de Luisa Rojas, y que hasta entonces  ellas llamaban hospiciana, en honor al hambre y a los malos tratos que había tenido que soportar, en aquel viejo, mugriento y destartalado caserón, conocido como Hospicio Provincial.

Como lágrimas de ahorcaos, y por parejas, fueron saliendo las labradoras de la casa donde habían estado reunidas. Miraban a las ventanas por donde cruzaban, tratando de localizar detrás de las persianas, que alguien pudiera estar esperando su salida. No iban tranquilas. Habían ido a aquella reunión con el único fin de amortiguar dentro de lo que estuviera en sus manos los comentarios que pudieran hacerse, de la reunión que sus maridos habían mantenido en la sala del casino, que antes había sido sala de lectura, cuando este casino era el casino de los pobres, y que al pasar a ser el casino de los  ricos, dejó de leerse en ella. Ya que como ellos mismos decían, ellos no leían, porque no lo necesitaban.

Habían salido de la reunión las labradoras decepcionadas y preocupadas. Como iban ellas a pensar que una labradora con dos pares de mulas, que había en su casa, una huerta grande, que tenían a las afueras del pueblo, dos casas grandes y muchas fincas repartidas por todo el término, iba a ser republicana? Se iba a juntar con la hospiciana, y se iba a preocupar de la suerte que corrieran los muertos de hambre, los que por sus ideas, por no creer en Dios, o por revolucionarios, les daban el paseo del amanecer. No le entraba en su cabeza que siendo rica, no necesitando nada de nadie, tuviera tan poca clase y fuera tan poco considerada con los suyos, como para juntarse con los enemigos de Dios, con los enemigos de la patria y sus instituciones, con los ateos y los libre pensadores. Esta mujer ha tenido que perder la cabeza, si no fuera por eso, en las condiciones que se encuentra, no tenía por qué pensar así. ¡Ni que estuviera loca!

No todos los vecinos de Alameda de a Mancha pensaban lo mismo que la inmensa mayoría de la clase labradora. Las clases trabajadoras eran más abiertas. Desde que se inició el trabajo en las canteras y los trabajadores empezaron a ser mejor pagados, y a trabajar durante todos los días laborables del año, pudieron dedicarse más a su familia, y sobre todo a la formación de sus hijos. El trabajo de la cantera, aunque bien pagado, era duro y todos los padres, que habían visto mejorar mucho su posición con la apertura de las canteras, aspiraban a que lo mismo que a ellos le había pasado les pasara a sus hijos. Por eso, cuando llegaban a cumplir los seis años, los llevaban a la escuela y no salían hasta que no terminaban el ciclo escolar, cuando ya habían cumplido los catorce años. Las chicas en algunas ocasiones, no llegaban a completar su ciclo escolar, sobre todo las hijas mayores, que según decían las madres, las necesitaban para ayudarles a cuidar a sus hermanos pequeños. Por eso las chicas solían abandonar la escuela antes, y faltaban más días a clase que los chicos. A pesar de ese trabajo adicional que cumplían procuraban salir adelante, cosa que generalmente lograban, a no ser que fueran las hijas mayores de las familias más numerosas. Sus madres las dedicaran a lavar la ropa de sus hermanos pequeños y a que hicieran las labores de la casa, mientras las madres se dedicaban a informarse de los asuntos más relevantes que ocurrieran en el pueblo, para después comentarlo con sus amigas y vecinas.

Cuando tanto los chicos como las chicas, salían de la escuela, después de ocho años de permanencia en ella, una gran mayoría conocía bien las materias instrumentales, y sobre todo la lengua y las matemáticas. Leían bien,  escribían bien y conocían de la aritmética, las cuatro reglas, potencias y raíces, y el sistema métrico decimal a la perfección.  Conocían de geometría los cuerpos geométricos y los cuerpos redondos, áreas y volúmenes, de religión conocían el catecismo del padre Ripalda, tenían nociones elementales de naturaleza y de geografía e historia, pero sobre todo, sabían leer y comprender bien lo que leían, escribir con claridad, redactar bien una carta, y plantearse la resolución de cualquier problema aritmético que se le pudiera plantear durante su vida. Aunque siempre salen de cualquier escuela, unos alumnos son más brillantes que otros, no todos tienen la misma inteligencia, ni las mismas ganas de estudiar. Al llevar bien aprendidas las materias instrumentales y manejarlas con soltura estos podían estar en contacto con el saber durante toda la vida, y que su aprendizaje fuera un proceso constante, ligado a la vida, para seguir aumentando sus conocimientos a lo largo de ella.

Era Alameda de la Mancha un pueblo preocupado por el saber, un pueblo donde se leía y donde casi todas las familias estaban implicadas en la formación de sus hijos, sobre todo las clases trabajadoras, solo a algunas familias labradoras les preocupaban más las fincas que las letras. De ahí que algunos padres, cuando su hijo mayor se pudiera sostener sobre un animal, lo sacaba de la escuela, le compraba una yegua, y lo mandaba con ella a darle de comer al campo. De esta forma, con las mulas que la yegua les criara todos los años, no tenían que comprar mulas para su labor, y podían vender algunas para incrementar sus ahorros y comprar lo antes que fuera posible alguna finca de las pocas que en contadas ocasiones se ponían en venta. Esta forma de entender la vida era, más que una forma de ser, una forma entender y afrontar la vida. Tener fincas era para ellos lo más a lo que podían aspirar, sabían lo difícil que era vivir del campo, los problemas y las dificultades que el campo les proporcionaba, pero no tenían otra cosa mejor, y el campo les daba seguridad.

Eran hijos, nietos y bisnietos de labradores, y sus hijos tendrían que ser padres, abuelos y bisabuelos de labradores. Conocían las cosechas arrasadas por las tormentas, los años en que las cosechas no había llegado a echar la espiga, que se habían agostado antes de espigar. Conocían a los ganaderos a los que manadas de lobos le habían echado las ovejas fuera de corral y las habían traído desde el Hoyo, desde el Cortijillo, o desde el Guapero hasta el pueblo matándolas por el camino, mientras estas corrían buscando las paredes del pueblo como refugio hasta terminar con ellas. Sabían esto los labradores y los hombres del campo de Alameda de la Mancha, pero también sabían que el hambre se acerca a las puertas de las casas labradoras, pero dentro no pasa.

Sabían lo que una finca costaba y la poca rentabilidad que las tierras tenían, pero también sabían, que teniendo tierras, tienen trabajo, aunque también saben lo duro que es el trabajo del campo y lo que las tierras cuestan. Sabían que la tierra, el lobo la pisa, pero no se la lleva. Los labradores saben mucho de la tierra, conocen las ventajas y los inconvenientes que la tierra tiene. Y ante lo conocido y lo desconocido, prefieren seguir labrando la tierra, aunque el trabajo sea duro y la exposición a lo peor sea grande, que buscar una vida mejor en algo desconocido, pero que si no se consigue, les proporcionará una vida más dura, más triste y de peores consecuencias para los suyos.  Probablemente, sea esta la causa por lo que se aferran a la tierra con tanta fuerza y suelen ser tan conservadores.

Cuando se constituyó la República, el catorce de abril del año treinta y uno, estableció entre sus prioridades la elaboración de una nueva ley de reforma agraria, que preveía la expropiación de los latifundios que los grandes terratenientes mantenían inactivos, dedicándolos a la ganadería extensiva o a la caza. Mientras en los pueblos, los trabajadores de la tierra permanecían inactivos, y morían de hambre en las calles. Esto hizo que la República estableciera entre sus prioridades la ley de la reforma agraria.

La nueva ley de la reforma agraria no llegó a publicarse, ni a debatirse en el Congreso de los Diputados, y ni siquiera fue aprobada por el consejo de ministros. Levantó muchas expectativas entre los grandes y pequeños agricultores, probablemente ninguno de ellos llegara a leerla. Pero pronto despertó el rechazo de todos, a nadie le gustaba. Los pequeños agricultores, que hubieran estado entre los más beneficiados, la temían  porque pensaban que eran ricos,  los iban a dejar sin tierra y se tendrían que buscar otro pueblo donde trabajar. Les daba vergüenza, después de haber sido ricos, tener que ponerse a trabajar en las casas de los pobres. Pensaban que la República les iba a dar las tierras a los trabajadores, que eran los que la votaban, confundían a la República con los rojos. Y los grandes terratenientes, pensaban que le iban a expropiar, sin indemnización o con una indemnización insignificante y meramente testimonial, cosa esta que le hacía pensar a algunos que tendrían que salir a pedir todas las mañanas. Los trabajadores de la tierra pensaban, en cambio, que ellos sí que iban a beneficiarse con esta Ley. Ellos que nunca habían tenido trabajo, apenas quedaban obras que realizar.  El trabajo era duro y de él no iban a poder comer, venderían las tierras, y con ese dinero, sí que podrían vivir holgadamente. Cada uno hizo sus cuentas, pero las cuentas no le salieron a ninguno.

Los labradores, cuando alguien los acusaba de fascistas, se defendían diciendo, nosotros somos conservadores, no queremos  que lo poco que tenemos nos lo quiten. En el ánimo de la República no estaba quitarle a nadie nada, ni expropiarse a los que se las labraban, ni siquiera a los labradores que las tenían dadas en aparcería se las iban a expropiar. Esta ley tenía dos funciones principales, terminar con los grandes latifundios, para que los grandes terratenientes no fueran dueños de enormes superficies de tierra, millones y millones de hectáreas sin cultivar,  en manos de muy pocos. Donde los grandes terratenientes, no solo eran dueños de las tierras, si no de las vidas de los trabajadores que en ellas trataban de ganar el sustento de sus familias.

Con la elaboración aprobación y promulgación de esta ley, la República trataba de evitar, que los trabajadores de la tierra y sus familias, murieran de hambre en las calles donde los propietarios de las mejores tierras de España, dedicaban sus tierras, a criar toros bravos, merinos, cualquier tipo de ganadería de carne, o dedicándolas a formar cotos para cazar. Esto no lo podía permitir un gobierno libremente elegido por el pueblo, lo permitía un gobierno elegido por el Rey, pero un gobierno elegido por el pueblo no lo podía permitir. Lo mismo que tampoco podía permitir un gobierno del pueblo que los trabajadores fueran apaleados hasta la muerte en los cuartelillos de la guardia civil, o ejecutados en las mismas fincas, cuando eran sorprendidos por los guardas, cogiendo espárragos, bellotas, o espigas para alimentar a su familia hambrienta.