Aceña: Aureliano Aceña Vállez
Capítulo I
Nació en la calle del Santo número 4 de este su pueblo, Aldea del Rey 1868, y murió, en esta su casa en 1932, muy cerca de donde esto escribo. Fue único hijo de Don José Aceña Navarro, médico y fundador de la semana santa local. Nacido en Lorca, Murcia, y de Carmen Vállez, natural de Granátula de Calatrava, pueblo del que junto con Aldea, era médico su marido.
De su infancia sé poco. Contaba él, que siendo pequeño, hizo un viaje a Lorca, donde vivía la familia de su padre, y según él decía, sus primos no querían salir con él, porque si yendo con ellos, se cruzaba con un perro, enseguida buscaba piedras para tirárselas, cosa que avergonzaba a estos, y cuando llegaban a casa de sus tíos, decían: mamá, nosotros no volvemos a salir con Aureliano, va por ahí tirándole piedras a los perros, y a nosotros nos da vergüenza ir con él.
En aquella época, sus primos educados en una importante ciudad murciana, donde hacía ya muchos años que no se tiraban piedras a los perros, sentían vergüenza de Aureliano, que nacido y criado en un pueblo perdido en la gran llanura manchega, estaba acostumbrado como los otros chicos con los que convivía, a que una vez localizado un perro, si no había cerca alguna persona mayor que les pudiera regañar, se dedicaban a tirarle piedras, hasta que entre ladridos de miedo y dolor, el perro desaparecía. La postura que tomaron sus primos le hizo reflexionar a Aureliano, y cuando volvió al pueblo, nunca más se le ocurrió apedrear a ningún otro.
Huérfano de madre a los doce años, y de padre a los catorce. Su padre, viéndose enfermo de muerte, viajó a Lorca para encargarle a su familia la tutela de su hijo, junto con la administración de sus bienes. Aquel viaje fue el último que hizo. La muerte le sorprendió en Lorca el ocho de septiembre de mil ochocientos setenta y ocho, a los cincuenta y cuatro años de edad. Dejaba un hijo de catorce años, una casa grande, en la calle del Santo número 4 de Aldea, olivares en Granátula de Calatrava y tierras en Aldea dedicadas a distintos cultivos, que le permitieron vivir hasta el final de sus días, dedicado a ejercer en aquella época, la cómoda profesión de propietario.
A Aureliano lo mandaron a Madrid sus tutores, tal vez por el encargo que su padre les había dejado, de que estudiara Medicina. Cosa esta que hizo, quizá con no mucho aprovechamiento, él mismo confesaba, que frecuentaba más las casas de Doñas que la universidad.
Abandonó la Universidad a los dieciocho años sin terminar la carrera; y se casó con Elisea Benítez Acevedo, que era tía de mi madre, y con la que conviví hasta su muerte, cuando yo iba a cumplir dieciocho años. Mujer a la que tanto quise, de la que aprendí tanto, y de la que tan grato recuerdo conservo. A ella le debo mi afición a la lectura y a la poesía, actividades estas, a las que he dedicado una importante parte de mi vida, y a las que ahora, a punto de apagar la última vela, tanto debo y a las que tanto tiempo dedico.
De Aceña, apellido este por el que siempre fue conocido Aureliano, podemos decir que aparte del cuidado de su hacienda, cosa a la que debió dedicar poco tiempo, se dedicó a hacer aquellas cosas que más le atraían, la caza, la poesía festiva, y sobre todo fue un gran comunicador, y al mismo tiempo un gran amador, quizá fruto de su asidua concurrencia a las casas de Doñas durante sus años de estudiante de medicina en los cuatro años que estuvo en Madrid. Inteligente, observador y con un gran sentido del humor, sus dichos, ochenta años después de su muerte, son conocidos y traídos a cuento por la gente aldeana. Forman parte del saber popular del pueblo en que vivimos.
Supo distinguir perfectamente a los conocidos de los amigos, y solía decir: aquí conocidos somos muchos, amigos estamos bastantes menos.
De él se cuenta, que cuando iba de caza, como sus compañeros quisieran cazar en mano algunos barbechos, o simplemente, replegar las perdices de los barbechos al monte, se oponía siempre, ya que esto llevaba consigo el tener que andar por tierras de labor. Como entonces se labraban las tierras con yuntas de mulas, y los gañanes hacían los surcos entre cuarenta y cinco y cincuenta centímetros de ancho, esto aparejaba, que si andabas pisando encima del lomo, que era la forma más cómoda de andar, y lo hacían pisando los lomos de uno en uno, resultaba molesto, porque había que echar los pasos muy cortos, y si echabas los pasos de dos en dos, también resultaba molesto, ya que los pasos tenían que ser el doble de grandes. El era bajito y grueso, lo que le suponía un gran esfuerzo andar de un forma o de otra. Entonces, se dirigía a los otros cazadores diciendo: pero como vamos a ir por ahí, uno es poco y dos es mucho; tratando que sus compañeros se dieran cuenta del esfuerzo adicional, que esto suponía para todos.
En cierta ocasión y siendo costumbre entre los cazadores, irse durante la temporada de la caza del pájaro, a una finca dentro del término municipal, pero retirada del pueblo, acordaron ir aquel año, a Navalonguilla, finca que para aquellas fechas estaba muy retirada del pueblo. El viaje tenían que hacerlo en burro, y esto les llevaba alrededor de dos horas de camino.
No es que tuvieran que ir todos los días. La temporada del puesto, que así se llama a este tipo de caza, duraba dos meses, empezaba el diecisiete de enero, día de San Antón y terminaba el diecinueve de marzo, día de San José. Para una estancia tan prolongada necesitaban mandar a alguien con un carro o galera el día antes de su llegada que les llevara los catres, las colchonetas, las sábanas, las velas, el aceite, las patatas, y todo lo necesario para tan larga estancia.
No estaban allí los sesenta y tres días que duraba la temporada, solían bajar al pueblo, para cambiarse de ropa, reponer comida, traer la caza, o cualquier otro asunto que tuvieran que hacer en él. Esto lo hacían una vez a la semana, procurando siempre no coincidir más de dos cazadores en el mismo día, para que la tertulia no decayera.
Aquel primer día de caza, cuando llegaron a la casa de Navalonguilla, encontraron que la explanada que había delante de la entrada a la casa había sido utilizada por los trabajadores de la finca para hacer sus necesidades, y la decoración que estos habían dejado allí hizo que algunos de los cazadores pensaran que lo mejor que podían hacer era volverse al pueblo, cosa esta que ya tenían decidido, cuando uno de ellos dijo: mirad, ¿no sería mejor que buscáramos a uno de estos trabajadores y si lo encontramos, pagándole un buen jornal, nos deje esto limpio?
Llevaban ya un mes haciendo proyectos sobre lo que iban a hacer, en estos dos meses de caza que les esperaban y en unos minutos todo se le había venido abajo. Todos estuvieron de acuerdo con esta propuesta, y decidieron que el cazador que había hecho la propuesta, se acercara adonde estaba la majada de las cabras, a ver si había alguno dispuesto a ejecutar aquel trabajo.
Salió el cazador que había tenido la idea dispuesto a ejecutarla, mientras los otros cazadores se quedaron al lado de sus burros sumidos en sus cavilaciones ante la incertidumbre del resultado de la operación. Como este tardara más de lo previsto, empezaron todos a pensar en la vuelta a casa, en el imprevisto final, que después de tantas ilusiones puestas se les venía encima. De pronto, uno de ellos vio venir al cazador que había salido dispuesto a arreglar el entuerto acompañado de un muchacho de unos catorce o quince años. El zagal venía previsto de una espuerta y una pala, y dispuesto a solucionar el problema. La llegada fue apoteósica, y todo fueron saludos y atenciones para el muchacho, que pronto empezó a trabajar y a dejar aquello limpio, mientras los cazadores contentos observaban lo bien que estaba dejando aquello, y lo rápido que lo hacía. Aceña, que también estaba observando lo bien que estaba quedando, al ver que el zagal se dejaba uno de los iconos más grandes que en la explanada había, dirigiéndose al zagal dijo: eh, tú, “mierdero” detrás de ti dejas una, de un tamaño considerable. El muchacho, al ver que la palabra mierdero iba dirigida a él, tiró la pala y abandonó la limpieza.
Todos salieron detrás del muchacho pidiéndole disculpas por la desafortunada intervención de Aceña, y tuvo que pasar un buen rato, para que el zagal, tras escuchar los argumentos y las disculpas de todos los cazadores, se decidiera a reemprender el trabajo que tan decididamente había abandonado.
Comieron los cazadores en la cocina, después que la explanada de la casa hubiera quedado limpia, sin que se hiciera un solo reproche a la intervención de Aceña y pronto se dirigieron a los puestos, que previamente habían sorteado. Provistos de su burro, su hocino para hacer el puesto, su escopeta, y su pájaro, emprendieron el camino para hacer su puesto de tarde. Volvieron al atardecer, y durante un rato, mientras hacía la cena y mientras cenaban, hablaron de las incidencias que cada uno había tenido en el puesto; pero una vez que cenaron, el tema era obligado: ¿por qué Aceña le había llamado al chico de la limpieza “mierdero”?, a lo que Aceña, haciendo gala de su buen humor, contestó: todos hemos visto esta mañana cuando salíamos a Candelario, que iba recogiendo los cerdos por las casas del pueblo, para sacarlos al campo. Si a Candelario se le acerca un hombre, que no lo conozca y le dice: oiga usted guarrero, no creo que Candelario se enfade. Si un hombre va vendiendo chorizos por la calle, una mujer sale a su puerta, y ésta quiere comprar chorizos, lo lógico será que esta mujer le diga choricero, ya que si la mujer ha salido, es porque habrá oído al hombre ir diciendo: choricero barato, o algo parecido, y si vas a una bodega, la persona que allí está será el bodeguero, y si vas a una tienda, quien allí esté será el tendero, y así podíamos seguir hablando un largo rato. Aceptaron todos a regañadientes sus razones, y uno de ellos dijo: sí, pero podías haber suprimido el calificativo, y haberlo dejado sólo con el pronombre.
La verdad es que, con que le hubiera dicho: tú, muchacho, mira lo que dejas atrás, el muchacho habría seguido limpiando sin interrrupciones. Si esto hubiera sido así, cien años después, estos actos estarían olvidados, y el “tú, mierdero”, que se utiliza en el lenguaje coloquial y distendido, no existiría. Cuando jugando a las cartas en el casino, uno de los jugadores le dice a otro, que se retrasa en echar la carta que le corresponde, “tú, mierdero”, lo hace en recuerdo de las palabras con las que Aceña se dirigió al muchacho. Y si esto no fuera como es, estas palabras no formarían parte del lenguaje popular aldeano.