XXVII
Marcelo Santillana se hizo sacerdote sin que sus padres hicieran nada por impedirlo. Ni a Amparo Solís, ni a Ramón Santillana les gustó la decisión que su hijo había tomado. De mutuo acuerdo optaron por no intervenir, tratando de que su hijo modificara la decisión que él había tomado por su cuenta. Cuando Marcelo trató de que sus padres supieran los argumentos en que se había basado para tomar la decisión, no le dijeron nada que le pudiera hacer modificar lo que ya tenía decidido por su cuenta. Le dijeron que a él le correspondía tomar una decisión de tal calado, y lo único que podían hacer era desearle que la decisión que había tomada fuera acertada, y que nunca se tuviera que arrepentir.
Cuando decidieron irse a acostar, tardó Marcelo mucho tiempo en dormirse. Se daba cuenta que con la decisión que había tomado se había quedado solo. Sus padres no le habían hecho ningún reproche pero él había notado que a ninguno de los dos le había gustado.
Pensaba que a sus padres no les iba a gustar lo que les iba a decir, pero ahora ya sabía que no les había gustado, y eso le hizo permanecer despierto hasta la llegada del amanecer.
A Marcelo, a pesar de haberse hecho sacerdote y que lo hicieran canónigo, no le abandonaron sus dudas. Seguía pensando en lo que podía haber sido, lo que podría estar haciendo si aquel día no se le hubiera ocurrido ir al seminario a pedir el certificado de estudios o si no se hubiera encontrado con el profesor de Filosofía que acababa de jubilarse, o si a este no se le hubiera ocurrido invitarle a oír el discurso que a continuación iba a poner fin a su trabajo como profesor de Filosofía, o si a él no se le hubiera ocurrido aceptar su invitación. Podría ser un reputado abogado con una familia con quien vivir, unos hijos por quien preocuparse y un buen despacho al que atender. Y estaba allí echando horas de confesionario, atendiendo los escrúpulos de las beatas, que siempre eran las mismas, igual que los pecados que tenía que perdonar, que también eran siempre los mismos, o cantando latinajos en la catedral, que también eran siempre los mismos, igual que la catedral donde cantaba los latinajos, que también era siempre la misma. Le gustaba poco la repetitiva vida que llevaba, siempre haciendo las mismas cosas, y añoraba todo lo que podía haber sido y se había dejado en el camino.
A su padre al morir lo había visto tranquilo, se había despedido de todos y no quiso que le administrara los sacramentos, diciéndole a él cuando intentaba convencerlo que él durante toda su vida había actuado con arreglo a los dictados de la razón y de su conciencia, y que si en alguna cosa se había equivocado, siempre había tratado en el momento en que había tenido constancia de que su decisión estaba equivocada o no se atenía a derecho, tenía que repararla, y nunca había dejado de hacerlo. Nunca había pensado que mereciera un premio o un castigo su forma de actuar. Se despidió de todos, sin pensar siquiera que en la otra vida nos íbamos a encontrar. Pensaba que su vida se estaba acabando, y estaba tranquilo. Y él, que había cogido la opción más difícil que le brindaba la vida a la hora de decidir el camino que iba a seguir, se había equivocado. Había elegido en aquella desdichada tarde del seminario la opción que defendía el profesor de Filosofía jubilado, que además de profesor de Filosofía jubilado era cura en activo (de esa profesión no se jubilan nunca), y que ya había abandonado la Filosofía, pero quería seguir adoctrinando incautos.
Como en el enfrentamiento dialéctico que mantenía el cura con el seminarista larguirucho, altiricón, que había pasado el verano en Francia, no estaba saliendo muy bien parado, el cura, como último recurso, sacó de su manga la genial idea que se le había ocurrido de las posibilidades que pudieran tener los seguidores de la Iglesia Católica de elegir la verdadera religión, aunque solo tuvieran al treinta por ciento de posibilidades de ser cierta, frente al setenta por ciento que pudieran tener los materialistas u otras religiones. Pensaba que íbamos a ser los privilegiados los seguidores de la Iglesia Católica. Y no era verdad. Cómo me engañé con su dichosa teoría, pensó Marcelo. Creo que fui yo el único que le aplaudió. Una gran mayoría de los que allí estábamos quizá estén ahora como yo, rezando responsos, diciendo sermones y perdonando los pecados, pero yo no estaba en la misma situación que ellos estaban. La mayoría gozaban de una beca para el seminario que le pagaba una adinerada familia, o una vieja solterona que harta de acumular pecados, sola o acompañada, quería ponerse a bien con Dios, para poder disfrutar del trozo de cielo que le correspondía.
No todos los días maltrataban a Marcelo los mismos pensamientos. Había días que despertaba más tranquilo, había veces que en cualquiera de las ocupaciones que tuviera que hacer encontraba la paz y el sosiego que a diario esperaba. Pero esto era en contadas ocasiones, la verdad era que estaba harto de vestirse por la cabeza, de aguantar los rezos, a quienes iban a rezar, al vicario recordándole lo que no había hecho y lo que se dejaba por hacer, y al obispo, recordándoles todas las obligaciones que como sacerdotes tenían, cuando él no cumplía ninguna de las que le correspondían como obispo, ni como sacerdote.
Pensaba que había equivocado su camino, que el miedo el infierno le había hecho seguir una profesión para la que no había nacido, y que esta profesión que libremente había elegido le iba a estar atormentado durante toda su vida. A veces pensaba que otros sacerdotes, faltos de fe y cansados de aguantar el camino que la Iglesia les marcaba, optaban por abandonar la carrera eclesiástica buscando otra forma de vivir y desligándose por completo de la iglesia, pero nuestra sociedad no estaba acostumbrada a ver con naturalidad estos cambios. Cuando harto de estar pensando en las posibles salidas que podía encontrar para abandonar la carrera que libremente había elegido y el sueño lo rendía, era la hora de levantarse y empezar con los rezos de la mañana. Después, se tenía que ir a la catedral para durante una hora perdonarle los pecados a las beatas más madrugadoras, luego la misa cantada y más tarde tenía que irse a desayunar su obligado chocolate con picatostes que tan poco prestigio daba a la clase sacerdotal, luego los entierros si los había, y después de comer, más entierros, más bodas y más rezos, para terminar con los triduos y las novenas y los trisagios si los había.
Recordaba Marcelo a su padre, y como echaba de menos la vida que este había llevado, querido y admirado por todos. Había compartido su vida con la mujer a la que había querido y admirado, y se había sentido correspondido por ella, habían dado vida a una familia, criado a unos hijos a los que habían respetado y querido, habían aumentado su hacienda y sus criados y sirvientes habían envejecido en su casa, y a la hora de morir, rodeado del respeto y cariño de todos se había despedido tranquilo pensando que su vida no era merecedora de ningún premio, ni de ningún castigo. Pensaba que su alma se iba a extinguir con su vida, que de él solo iba a quedar el recuerdo, que un día no muy lejano también se extinguiría.
Yo he debido seguir la historia de mi casa, se decía a sí mismo. Mi tía Sofía ha sido una desequilibrada durante toda su vida, nunca se me debió ocurrir irme a aprender a montar a caballo a la finca de mis abuelos, esto fue un disparate que voy a estar pagando durante toda mi vida. A veces pensaba que lo atormentaba mucho su pasado, y que lo mejor para él era aceptarlo, tenía que pensar que estaba donde estaba y que no podía desandar el camino recorrido. No podemos volver al pasado, el pasado es historia, y la historia no se repite. A veces pensaba en el profesor del seminario en su enfrentamiento dialéctico con el seminarista que había pasado el verano en Francia, y decía: Vaya, si fuera a tener razón el profesor, y no la tuviera el seminarista que había pasado el verano en Francia, entonces sería yo el que se iba a salvar, y el que se habría condenado hubiera sido mi padre. Eso no puede ser y además es imposible. Si yo pensara así, el que se iba a condenar iba a ser yo. Mi padre ha llevado una vida limpia y digna, y yo no puedo pensar así, eso sería suicida por mi parte. Eso no lo puedo pensar, no puede ser así. Solo por pensarlo, merezco condenarme. A veces pensaba: Soy sádico conmigo, no pienso en nada más que en atormentarme.Voy a perder la cabeza de andar así. Atormentándome de esta forma no creo que aguante mucho. Voy a terminar colgándome en el campanario de la catedral. Pensaba Marcelo que así no podía continuar, que si así seguía, iba a acabar colgándose en el campanario, o en cualquier cámara de su casa, con el escándalo que esa muerte llevaba, sobre todo para un sacerdote como yo, que pertenezco a una conocida y distinguida familia. Si como consecuencia de mi depresión un día se me ocurre suicidarme, no solo sería un desprestigio para mi, sino que esta mancha iba a llegar a mi familia que goza de un merecido prestigio. Con la muerte de mi padre hemos podido ver hasta dónde llegaba su prestigio, cómo lo apreciaban y querían todos, familia, amigos, conocidos y sirvientes, cuántas lágrimas por él se han vertido, y se van a seguir vertiendo. Mi familia no se merece que yo les haga esto, ni tampoco lo merece la Iglesia que tan bien se ha portado conmigo. Todo es fruto de mi falta de decisión, de mi cobardía. Soy una persona miedosa, incapaz de tomar una decisión, e igual que Don Quijote, me paso los días en blanco y las noches en negro, sin avanzar un solo paso en cualquier decisión que tenga que tomar.
Me hice sacerdote por miedo a condenarme yo, a que se condenara mi familia, a que nos condenáramos todos. Y no fue por eso. Fue el miedo a las mujeres. Fue mi timidez lo que me hizo hacerme sacerdote. Me parecía que el mayor pecado que un hombre puede cometer era acercarse a una mujer. ¿Cuántos hombres se habrán condenado por culpa de una mujer? me decía mi tía. ¿Cuántos hombres han sucumbido ante las insinuaciones de una mujer? ¿Cuántas veces habrán caído en sus trampas? ¿Cuántas veces se habrán rendido a sus halagos? Recordaba Marcelo sus miedos, y en todas partes encontraba motivos para justificar sus miedos, su incapacidad para decidir, y cómo esta falta de atreverse a tomar una decisión lo estaba ahogando desde que era muy joven. Cuántas veces había deseado a aquella criada que durante tanto tiempo se le acercaba cuando lo encontraba solo tratando por todos los medios con sus preguntas y con sus provocaciones llevarlo donde él no se atrevía a llegar. No voy a aprender nunca a encontrar las cosas buenas que la vida tiene, la falta de decisión me ahoga y soy incapaz de dar el último paso. Me pasa ahora, me ha pasado antes y me pasará siempre, se decía.
Cuando en el confesionario una mujer trataba de abrirme el camino para que yo diera el último paso, y me quedaba con los pies en el suelo sin atreverme a darlo.