Mientras, en la casa de Plácido, se sucedía el paso de las horas entre rezos y llantos, en la casa no dejaban de llamar preguntando si había llegado alguna noticia de los que lo estaban buscando. En el pueblo nadie se acostaba, todos esperaban encontrarlo, nadie se atrevía a pensar que estuviera muerto. En la mente de todos estaban los lobos. Nadie dejaba de pensar en ellos, habían oído contar tantas historias de lobos, que nadie podía dejar de pensar en lo que a Plácido le pudiera pasar aquella noche.
Empezaron a contar las horas de la madrugada, no hablaba nadie, nadie se atrevía a comentar con quien a su lado estaba, lo que en esos momentos estaba pensando. El pensamiento de todos lo ocupaban los lobos. Solo se oían los lamentos y el llanto de la madre. Las llamadas a la puerta de la casa buscando noticias se fueron espaciando. Al principio estas llamadas levantaban esperanzas, pero con el paso de las horas, se fueron diluyendo como azucarillo en el agua. A las cuatro de la mañana todas las esperanzas estaban perdidas, nadie esperaba ya nada. La madre en sus lamentos dejó de decir ¡Señor, que me lo traigan vivo! Para continuar diciendo: si no me lo traen vivo Señor, que al menos me traigan su cuerpo, que no me quede el recuerdo, de que a mi hijo se lo comieron los lobos.
El día de San Antón, a la salida del Sol, los hombres que habían salido del Arroyo de la Higuera al atardecer, buscando a Plácido, estaban en el camino de del Guapero junto al Collado Fino. Estaban sentados junto a una lumbre, cansados y desanimados, sin saber cómo iniciar la vuelta a la casa. Toda la noche la habían pasado andando en el monte, buscando a Plácido sin encontrarlo, y ahora, cansados, desanimados y agobiados, no sabían cómo volver a sus casas, ¿qué le iban a decir ahora a su madre? De qué les había servido estar andando en el monte durante toda la noche, si no habían encontrado a Plácido, ni siquiera una sola pista de él habían visto.
A Plácido, que continuaba entre los peñones donde estaba cuando lo venció el sueño, lo despertaron los ladridos de un mastín y el sonido de las esquilas de un ganado. Como pudo, y con gran esfuerzo por su parte, subió a uno de los peñones entre los que había estado escondido durante la noche y vio que las ovejas estaban llegando a donde él estaba, que detrás de ellas venía el pastor, y que al lado del pastor venía el mastín que antes había oído ladrar. Llamó al pastor con todas sus fuerzas, a los gritos que daba, el perro se fue hacia él ladrando, hecho este, que hizo mirar al pastor hacia donde el perro se dirigía, y al mismo tiempo vio ver a Plácido clamando encima de los peñones.
Cuando oyó clamar a Plácido desde lo alto de los peñones, enseguida lo reconoció, y dirigiéndose a él a gritos le dijo: espérame donde estás, no te muevas, enseguida subo y te ayudo a bajar, no te muevas, te puedes caer, espérame. Observó el pastor que dejó de moverse y empezaba a llorar, no llores le dijo, subo enseguida, estás a salvo. Con agilidad subió el pastor, bajó a Plácido y con él a sus espaldas, lo llevó adonde se encontraban los hombres que lo estaban buscando. Tenía las manos frías cuando el pastor lo cogió para bajarlo ¿Tienes frío, le preguntó el pastor, mucho frío no tengo, le contestó Plácido, tengo frías las manos y los pies, lo que sí tengo es hambre, le contestó el muchacho, desde ayer no he comido. Lo cogió Justo, que así se llamaba el pastor, lo bajó unos pasos más abajo y sobre una aulaga seca echó una cerilla encendida y muy pronto empezó a arder, recogió unos troncos secos que cerca de allí había y los echó sobre la aulaga ardiendo. Abrió su morral, sacó su merendera, le dio un trozo de pan y le dijo: toma comete estos torreznos, que para ti van a ser hoy la mejor comida que pruebes a lo largo de toda tu vida. Cuando se comió el pan y unos torreznos, le dijo Justo: súbete a mis espaldas, que te lleve pronto, junto con los hombres que te han buscado durante toda la noche, se van a alegrar mucho de verte vivo.
Quiso Plácido oponerse a que Justo lo llevara a sus espaldas, diciendo que se encontraba bien, que podía ir andando; a lo que Justo contestó diciéndole, quiero que cuando allí llegues vayas bien, que no lleves arañazos en las piernas, que cuando tu madre te vea, te encuentre igual que cuando saliste de tu casa. Cogió Justo al chico, lo subió en una piedra gorda, y le dijo, agarroté a mi cuello y vámonos, cuanto antes salgamos de aquí antes estarás con tu madre. En poco tiempo estuvieron con los hombres que lo habían buscado durante toda la noche. Con un clamor de vivas y aplausos, los hombres que lo habían estado buscando recibieron a Plácido, fue una explosión de alegría su llegada. Todos estaban emocionados. Estaban allí sin atreverse a bajar al pueblo sin el chico, vivo o muerto, y acababa de llevarlo Justo, sano y salvo.
Durante un rato todos rodearon a Plácido, preguntándole cómo había pasado la noche, qué pensaba, si tenía miedo, si se acordaba de sus amigos, de su madre, si pensaba en los lobos, o si pensaba que se lo iban a comer. Se limitaba Plácido a contestar sí o no a los que le preguntaban, y cuando se fueron espaciando las preguntas, con voz entrecortada les dijo: He estado toda la noche con un frailecito que durante toda la noche ha estado sentado a mi lado teniendo cuidado de que no me pasara nada, llevaba una cruz muy grande en el pecho y una túnica marrón con unas mangas muy anchas. Estaba sentado delante de mí, tenía una vara muy grande para que los lobos no se acercaran y no me hicieran ningún daño. Cuando he sentido ladrar el perro del pastor, he despertado, y ya no lo he visto, se había ido.
Estando reunidos alrededor de la lumbre, sintieron cascos de animales, que venían por el monte, eran las yeguas de Roque un labrador, que desde largo todos conocieron. Pronto vieron que Roque, el dueño de las yeguas, venía con su hijo mayor, buscando noticias de Plácido y de los que habían salido a buscarlo. Cuando los hombres que habían salido a buscar a Plácido conocieron a Roque y a su hijo, estos se habían acercado más a donde ellos estaban. Uno de ellos lo cogió entre sus manos y lo subió lo más que pudo, para que lo vieran los que venían en su busca, mientras los demás rompían en aplausos y exclamaciones. Al llegar donde estaban los hombres, preguntó Roque a los que allí estaban cómo lo habían encontrado. Uno de ellos le contestó, diciéndole: bájate y él mismo te lo cuenta. Ya en el suelo, Roque se acercó a Plácido para que este le contara cómo había pasado la noche. De forma escueta, volvió a contar Plácido lo que antes había contado a los otros hombres, que lo habían estado buscando durante la noche, y una vez terminado el relato, Roque le dijo a Plácido: bueno, monta conmigo en la yegua, que tus padres te están esperando en tu casa para que se lo cuentes.
Mientras, los allí acampados les iban contando a Roque y a su hijo la intranquilidad y la angustia que sentían, cómo se había ido incrementando con el paso de las horas, a lo largo de la noche, y cómo cuando allí llegaron, a la salida del Sol, ya tenían perdidas todas las esperanzas, y no se encontraban con fuerzas suficientes para presentarse ante su familia, y decirle que a Plácido no lo habían encontrado, ni vivo, ni muerto.
Después de que más de cien hombres, lo hubieran estado buscando y llamando, durante toda la noche. Entre los hombres que lo buscaron, a nadie se le ocurrió pensar que la versión que Plácido les había dado de cómo había pasado la noche fuera más allá de un sueño. El muchacho, vencido por el cansancio, se debió dormir, y durante el sueño, influido por el miedo que le atenazaba, viera lobos, frailes, varas protectoras y muchas cosas. A nadie de los que allí estaban se le ocurrió pensar que fuera un milagro de San Antón.
Informados de todo lo que en la noche habían pasado los que durante la noche lo habían estado buscando, partió Plácido desde la Umbría de la Vaqueriza hacia el camino de Argamasilla, que lo llevaría al pueblo. Montado en la yegua de Roque, bien sujeto por este, que lo sujetaba con su brazo izquierdo, mientras que con el derecho sujetaba las bridas de la yegua, pronto estuvieron en la puerta de la casa de Plácido. Habían venido deprisa, muy deprisa, las yeguas venían a la querencia de la cuadra y unas veces al trote y otras a galope, pronto llegaron a su destino. Bajó el hijo de Roque de su yegua, se acercó a la yegua que traía su padre, cogió a Plácido entre sus brazos y lo depositó en el suelo. Casi al mismo tiempo que llegaba al suelo Plácido, bajaba Roque de la yegua y dirigiéndose a Plácido, le dijo: pasa a tu casa y dile a tu madre que ya estás aquí.
Miró Jacinta al Sol y dirigiéndose a su cuñada, a su sobrina y a sus hijas, les dijo: las sombras están llegando al pueblo, hace fresco, y el Sol está llegando a la Morretona, muy pronto se va a ir, ¿os parece bien que poco a poco nos vayamos acercando y por el camino, mientras llegamos, os termino de contar el milagro de San Antón, y el milagro del alguacil de la Santa Hermandad, lo dejamos para otro día? Hoy no nos va a dar tiempo de acercarnos y ver la Cueva, a no ser que lleguemos de noche. Mejor será que nos vayamos acercando, no vaya a ser que tengan que salir a buscarnos como a Plácido, o nos vayan a comer los lobos.
A todas les pareció bien la idea que Jacinta acababa de exponer, se levantaron de las piedras donde habían estado sentadas y empezaron a andar el camino que las llevaría al pueblo. El Sol acababa de marcharse y al mirar al pueblo, el humo de la chimeneas iba decorando los tejados, con un ejército de disparatadas formas, en el hermoso atardecer de una bonita tarde, de temprana primavera.