Leñadores 15

Llegaron a Almagro al tiempo que las mujeres barrían las calles. De la soledad del camino pasaron al bullicio de un pueblo al levantarse. Buscaron la posada que había en la ronda, frente al convento de los dominicos, donde dejaron al Rucio en la cuadra. Cambiaron las zapatillas del viaje por los zapatos que llevaban en las aguaderas, se arreglaron un poco, y se dispusieron a empezar su ronda de visitas.

En todas las casas que visitaron, recordaban con cariño a Agueda, la madre de Rufina, y aunque en muchas casas donde se acercaban, las sirvientas que les abrían la puerta no la conocían, cuando éstas les daban el recado a sus señoras diciéndole, que estaba allí Águeda, su antigua lavandera, para hacerle una visita,  enseguida salían a recibirlas.  La besaban, la hacían pasar a la sala donde estaban, le hacían sentarse con ellas, mientras se interesaban por  por su familia, al tiempo que le ofrecían, agua fría, bebidas refrescantes, dulces o cualquier  otra cosa, que en la casa tuvieran.

Rufina y Cipriano permanecían callados mientras Águeda y la dueña de la casa donde se encontraban hablaban de sus hijos, de sus familias si se habían  casados o permanecían solteros, evocaban el pasado, añoraban los buenos días perdidos, contaban sus muertos, hablaban de lo bueno y lo malo que a cada familia le había sucedido. Cuando se iban acabando las preguntas, y languidecía la conversación, afloraba el motivo del viaje, bien a preguntas de la dueña de la casa, o que Águeda informara a su señora del motivo de su visita, de cómo su hija y su yerno, después de casi un año, que llevaban casados, habían decidido dedicarse, ella a lavar ropa en la Higuera, y él a traer leña de aquellas sierras para poder vender aquí los dos su trabajo. He venido con ellos para presentarlos en las casas, donde su padre que en paz descanse y yo hemos trabajado antes, por si a bien lo tienen, y lo necesitan, ofrecerles su trabajo, o por si alguien de su familia o amigos, los puedan necesitar. Allí en el pueblo, el trabajo que hay es poco, y fuera de los días de siega, la semana de vendimia, y la recogida de la aceituna, el año que la hay,  son  pocos los  días de trabajo que se pueden dar.  Allí, hay pocas cosas que hacer, y los que no tenemos nada más que las manos para vivir, tenemos que buscar el trabajo donde lo podamos encontrar. No podemos quedarnos,  mano sobre mano, esperando algo que lo más fácil es que no llegue.

Cuando llegó el mediodía, pensaron dejar de hacer visitas. En todas las casas habían sido bien recibidos, habían hecho nueve visitas en otras tantas casas. En todas guardaban un grato recuerdo de Águeda y de su marido, cuando eran ellos quienes estos trabajos les hacían. Decidieron irse a comer a  la posada, y desde allí ver lo que a la tarde iban a hacer, si  se iban al pueblo y volvían al día siguiente o si se quedaban allí, hacían cinco o seis visitas más urgentes que les quedaban para la tarde y se ahorraban el viaje del día siguiente.

Llegaron a la posada, al tiempo que dos arrieros limaban sus diferencias con sus navajas en la mano. Pronto salieron de la cocina otros arrieros, que interponiéndose entre ellos lograron aplacar la disputa. Pasó Cipriano a la cuadra, le echó un pienso al Rucio que lo estaba esperando en el pesebre, y que al verlo llegar con el costal de la cebada, lo recibió con alegría, haciéndose notar restregando su cabeza en las espaldas de Cipriano. Cuando salió al patio, vio a  Rufina y su madre hablando con la posadera, comentando con ésta, el susto que habían pasado al ver como los arrieros sacaban sus navajas y empezaban a pelearse.

Las hizo pasar la posadera a una cocina pequeña cuya puerta partida, daba a una de las paredes laterales del porche. Tenía esta cocina un poyo con  colchoneta, que estaba pegando a una de las paredes, junto a la chimenea francesa que la cocina tenía, una mesa camilla con seis sillas de peineta, un ventanillo que daba al patio, tapado por una cortinilla del mismo color azul que la cortina de la  puerta de entrada y como única decoración un almanaque con una imagen de la Dolorosa colgado en una de sus paredes.

La cocina estaba limpia y era fresca, colgaban de las bovedillas, dos cintas para matar las moscas, por lo que vieron, que aquella estancia era el mejor sitio que hubieran podido imaginar para comer y pasar las horas de la siesta, hasta que pudieran salir a hacer las pocas visitas que les quedaban.   Habían decidido acabar,  dar por terminadas las visitas. Pidió Rufina  a la posadera, que le trajera una botella de vino y otra de gaseosa, junto con el saquillo de la merienda que le había dejado al llegar. Pronto volvió la posadera, con lo que Rufina le había pedido y un botijo de agua fresca, por si lo necesitaban. También les dijo, la posadera, que si acaso durante la siesta volvían a sentir ruido, voces, o cualquier otra cosa, que les pudiera hacer pensar, que los arrieros habían vuelto a reanudar la pelea,  que habían iniciado cuando ellas llegaban, cerraran la puerta y no le abrieran a nadie, hasta que ella no llegara a decirles que todo había vuelto a quedar en calma. al salir la posadera,  Rufina en nombre de todos agradeció la información que acababa de darles y diciéndole,  que durante la siesta iban a dormir poco, y que siempre habría uno de ellos cerca de la puerta, para a la menor sospecha, echar el cerrojo.

Puso Rufina el saquillo con la merienda sobre la mesa y pronto estuvieron sentados comiéndose la merienda que por la mañana Agueda había preparado. Al menor extraño ruido que oyeran, los tres dejaban de comer, estaban obsesionados con las navajas de los arrieros. Cuando todo volvía a quedar en silencio, seguían comiendo. Se estaba bien en la cocina, era fresca, no había moscas, las cortinas evitaban el paso del calor, y la luz que a través de ellas pasaba, la dejaba  en una agradable penumbra. Terminaron de comer, siguieron hablando un rato sobre lo bien que sus señoritas habían recibido  a Águeda, el buen recuerdo que de ella guardaban, comentaron como llevaban ya un buen rato que nada se oía en la posada, y sobre todo de cómo los arrieros permanecían todos callados desde hacía un buen rato. Se habían levantado muy temprano, pensaron que los arrieros después de la siesta, ya no volverían a sacar las navajas, y la penumbra que en la cocina había, invitaba al sueño. Poco a poco, y uno detrás de otro fueron poniendo sus brazos sobre la mesa, apoyando en ellas sus cabezas y muy pronto los tres dormían plácidamente.

Se habían levantado de noche, con las primeras luces iban ya camino de Almagro, durante toda la mañana habían estado haciendo visitas por todas sus calles. Estaban cansados, y esto les hizo caer en un profundo sueño. Llevaban ya un buen rato dormidos, cuando oyeron el ruido de un carro que entraba en el patio adoquinado de la posada. Despertaron sobresaltados, pensando en las navajas de los arrieros, pronto se dieron cuenta que nada tenía que ver una cosa con la otra. Era un carro de hortelanos que llegaba a la posada para vender su mercancía en el mercado del día siguiente.  Habían dormido  un placido sueño, aunque al despertar las navajas de los arrieros habían vuelto a inquietarlos.

Despertados por el ruido  de las ruedas del carro ,junto al que hacían las herraduras en el patio de la posada vieron que era hora de salir y hacer las visitas que les quedaban. Se arreglaron un poco, y salieron dispuestos a terminar. Querían salir al menos con una hora de sol, para poder llegar al pueblo a la hora de la cena.

Hicieron cinco visitas, y decidieron darlas por terminadas. Tan bien como por la mañana, habían sido recibidos por la tarde, tenían que desandar el camino que habían andado por la  mañana, y ya estaban más cansados que cuando salieron. Aunque no querían que las quemara mucho el sol, tampoco querían llegar muy tarde. Era hora  de preparar la vuelta a la casa. Tenían que volver, se dio cuenta entonces Cipriano, porqué los animales andaban más deprisa a la querencia de la cuadra.

Casa de la Posada. Aldea del Rey

Casa de la Posada de Aldea del Rey (no de Almagro)