XVIII. El argumento del cura

A la zona de España donde el ejército se mantuvo fiel a la República, los golpistas la llamaban zona roja y a la España donde triunfó el golpe militar los republicanos la llamaban zona fascista. De ahí viene que a los habitantes de la zona republicana los golpistas los llamaran rojos y a los habitantes de la zona golpista y los republicanos los llamaran fascistas. El párroco de Alameda de la Mancha, que le gustaba mucho el chocolate, estaba gordo y tenía querida. Como el noventa y cinco por ciento de los curas de España, como el noventa y siete por ciento de los obispos y el cien por cien de los cardenales, era fascista, nazi, o franquista, o las tres cosas a la vez, pensaba que Franco era un buenazo, que lo que tenía que haber hecho al terminar la guerra era matar a todos los rojos y que el no haberlo hecho le estaba trayendo muchos problemas, y que de haberlo hecho, todos estos problemas ya estarían solucionados. No habría maquis escondidos entre los cerros, no nos hubieran cerrado las demás naciones las puertas al comercio internacional, no nos hubieran expulsado de las Naciones Unidas, no estarían machacando Santiago Carrillo y la Pasionaria desde radio Pirenaica, todos los días, llamando a los españoles a revelarse contra el Generalísimo, y todos estos problemas que a simple vista parecen pequeños, pero que de una forma u otra, todos los días inciden sobre nosotros, estarían resueltos y nada tendríamos que ver con ellos.

Pensaba el dichoso cura que después de haber sido los golpistas los culpables de la muerte de un millón de españoles, se le habían quedado a Franco diez o doce millones de españoles sin ejecutar y esto era así por lo buenazo que era, por haberse pasado de bueno, por haber perdido el ritmo de ejecuciones que al principio llevaba. A algunos les gustaba oír las sanguinarias y peregrinas ideas que el cura mantenía con sus contertulios, otros procuraban contradecirlo, para que este continuara aportando argumentos, y ver hasta donde llegaba su sadismo y su falta de razón. Algunos otros cansados de escucharlo de expresar sus sanguinarias ideas, le decían ¿le parece a usted poco lo que han hecho, hasta dónde llega su sed de sangre, a cuánta gente se han dejado sin matar, prefiere usted que continúen matando… y hasta cuándo tienen que seguir así?

Se levantó de la reunión el cura y salió tarifando mientras decía, me voy a mis oraciones, me vais a condenar, me encuentro solo mientras vosotros unos callados y otros hablando, estáis todos contra mí y vais a hacer que me condene. Estáis enojando a Dios y al mismo tiempo me enojáis a mí. Estoy a punto de estallar, no puedo aguantar más. Que Dios os perdone y se apiade de vosotros. No voy a volver más por aquí, me voy a refugiar en mis oraciones y no me vais a ver por aquí nunca.

Una vez que abandonaba el cura la tertulia todos los asistentes a la misma tenían cosas que decir, cosas que contar del cura, muchos de los que habían callado mientras hablaba tenían cosas que contar de él y de sus tropiezos con los feligreses, de su conducta, de su comportamiento desde el púlpito, y de su comportamiento con los que habían perdido la guerra. Con los que él intuía que Franco había perdonado, por haber sido un buenazo, y no les había dado el paseo del amanecer. En cierta ocasión, a la vuelta de dar la Extrema Unción a un moribundo, sacramento este que, según decía la iglesia, servía para ayudar a bien morir a los que estaban en trance de ello, iba acompañado de un monaguillo de unos nueve o diez años, y el muchacho quiso mostrarle unos versos que le habían enseñado al salir de la escuela la tarde anterior.

Pensó el muchacho, que la mejor forma de que el cura los conociera, era recitárselos una y otra vez, hasta que el cura los aprendiera. No le dio tiempo al muchacho a repetir los versos, una vez que el cura oyó los versos que el monaguillo aprendió al salir de la escuela el día anterior, le dio tal puntapié que el pobre monaguillo fue dando traspiés hasta caer al suelo y romperse las narices y los dientes. Los versos que al pobre monaguillo le dio tiempo a recitar antes que el cura le diera el puntapié formaban el siguiente pareado, que a continuación trascribo:

Si los curas comieran chinas del río,
No estarían tan gordos y tan lucíos.

Sorprendió en la tertulia del Casino de los Ricos que el cura llevara una semana sin aparecer por allí. Nadie esperaba que le durara tanto el enfado, y nadie pensaba que se estuviera dedicando a los rezos, como dijo al despedirse la última tarde que allí estuvo. Los tertulianos estaban sorprendidos, pensaban que creían conocerlo mejor, pero estaban equivocados. El primer día que faltó a la tertulia, pensaron todos, que acudiría más tarde, pero no acudió, le había dolido que los tertulianos no hubieran apoyado la idea de que Franco era un buenazo.

Pensó ir a denunciarlos al cuartelillo de la guardia civil pero y si los llevan ante un tribunal militar y les echan treinta años de cárcel, o si los matan, entonces sí que me tenía que ir del pueblo pensaba. Son las personas más importantes e influyentes de aquí y tan de derechas como los primeros. Al fin y al cabo, yo soy un cura más de los que hemos quedado vivos, con mis defectos, con mis pecados, que también los tengo. Si el obispo se enterara del lío que me traigo con la Joaquina, me ponía firme y luego veríamos cómo acababa esto. Curas como yo, con sus Joaquinas, hay muchos y nunca se ha dicho que a nadie se le hayan caído los hábitos por haberle hecho frente a sus instintos carnales, con su Joaquina correspondiente. Además, los obispos también tendrán sus joaquinas, con la única diferencia que las joaquinas de los obispos tengan con las nuestras, debe ser que las enaguas de las Joaquinas de los obispos lleven mejores encajes que los que llevan en sus enaguas las joaquinas nuestras.

Durante una semana estuvo el cura muy preocupado por el incidente del Casino, él que siempre había dormido a pierna suelta, ahora encontraba serias dificultades para conciliar el sueño durante la noche. Verdad era que después de las dos horas de siesta, que todos los días echaba, apoyando la cabeza sobre la mesa donde acababa de comer, se iba a sus habitaciones a preparar el sermón de la misa mayor del domingo, donde seguía dando cabezadas durante otro par de largas horas.

Dudaba su hermana si preparaba el cura durante toda la semana el sermón de la misa mayor del domingo, o si lo que hacía era sacarlo de los más profundos pliegues de su cerebro y recitarlo, ver que el sermón de la misa mayor del domingo permanecía intacto dentro de su cerebro y dedicarse mientras a repetir las cabezadas que antes había dado en el comedor.

Pensaba su hermana que dentro del cerebro del cura debía darse un extraño fenómeno que le hacía creer que lo que estaba recordando, lo estaba inventando. Llevaba más de treinta años en el mismo pueblo, diciendo la misa sobre el mismo altar, repitiendo siempre el mismo sermón, que preparaba los seis primeros días de la semana, después del sueño que a diario echaba apoyando la cabeza sobre la mesa camilla donde había comido. Se levantaba y decía a su hermana, voy a mis habitaciones a preparar el sermón del domingo. Todos sus feligreses, que tenían la costumbre de ir a la misa mayor los domingos, tenían memorizado el sermón de tal manera, que lo podían repetir sin olvidar acentos. puntos, comas y demás signos ortográficos que el cura marcara en su entonación.

Cansados los feligreses, de oír una y otra el mismo sermón, con los mismos acentos, los mismos puntos y las mismas comas, que domingo a domingo les repetía el cura. Antes de que se volviera para iniciar su ya conocido sermón, desaparecían de la iglesia y esperaban en la calle a que el cura terminara, para volver a entrar y seguir con el santo sacrificio. Cumpliendo así con el primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia, y al mismo tiempo evitar que la lista de pecados mortales que a lo largo de la vida se juntan, creciera y que el tiempo que nuestro Padre Celestial nos tenga reservado en el purgatorio fuera lo más corto posible.

Cuando volvió el cura a la tertulia del Casino de los Ricos, habían pasado más de veinte días desde que allí estuvo la última vez, y en contra de lo que esperaban sus contertulios, no fue a sentarse con ellos, dio las buenas tardes y pasó de largo, yéndose a sentar a una mesa que estaba vacía junto a un rincón que había en el rellano de la escalera. Desde allí veía pasar la gente que entraba o salía. Pensaba que los ricos que estaban allí eran todos los hombres de bien que quedaban en el pueblo, porque los pobres se habían quedado sin casino, al serles confiscado a los trabajadores el casino que estos habían comprado a lo ricos, y en el que los trabajadores habían construido su hermosa sede.

Ahora esta sede había sido confiscada por el régimen, de acuerdo con el nuevo orden jurídico establecido, al considerar como un bien de procedencia marxista la sede de la Sociedad Obrera de Alameda de la Mancha.