El Grito XV

XV

Siempre que Amparo se dedicaba a evocar recuerdos de su casa de Puente de los Desamparados acababa triste, los recuerdos de la casa donde había nacido siempre eran tristes. Habían pasado veinte años desde que a la muerte de su suegro decidieron irse a vivir a Alameda de la Mancha y cuántas cosas habían cambiado desde entonces. Había visto crecer a sus hijos, se habían hecho grandes. Su hijo Marcelo, en contra de la opinión de sus padres se estaba haciendo sacerdote, por consejo de su hermana Sofía, y a punto estaba de terminar, había muerto su hermana Sofía, sus padres, ellos habían dejado de ser jóvenes, La envolvía un halo de tristeza mientras evocaba el pasado.

Mientras su hermana Sofía estuvo viva solo podía evocar enfrentamientos y una vez muerta siempre que evocaba su recuerdo la hacía llorar, a veces pensaba que tal vez ahora hubiera encontrado la paz y la felicidad que con tanta fuerza anhelaba y que con tanta seguridad pensaba encontrar ante la presencia de Dios. Llevaba ya tanto tiempo su hermana muerta y no podía archivarla junto al recuerdo de sus demás familiares muertos. Habían muerto sus padres, sus abuelos, sus tíos, y cuando evocaba sus recuerdos los miraba tranquila, como algo natural, un fenómeno más de la vida que pasa, se decía, pero el recuerdo de su hermana no podía evocarlo sin que la tristeza hiciera brotar sus lágrimas. Siempre era así, mientras compartieron sus vidas en la misma casa siempre tuvieron reproches que hacerse, y una vez muerta cuánto la había sentido, y no es que ella tuviera reproches que hacerse, solo lamentaba lo que a su hermana le había costado vivir, siempre obsesionada con la otra vida con los castigos que Dios nos pudiera imponer, con las tentaciones, con los pecados, con la justicia divina, con el pecado original, y con los demás pecados que tendríamos que pagar.

Los recuerdos que guardaba de su hermana no los compartía ni con su marido ni con sus hijos, todos lamentaron su muerte, pero la vida sigue y las sombras pasan. Pensaba Amparo que a su familia se le había olvidado su hermana, tal vez conservaran de ella un mal recuerdo, y eso les haría no hablar nunca de ella.

Llevaba ya veinte años viviendo en Alameda de la Mancha, se había sentido bien junto a su marido y sus hijos en aquel pueblo manchego después que su suegro hubiera muerto y su marido le pidiera irse a vivir a la casa de sus padres, por no dejar sola a su hermana Pilar, en una casa tan grande, donde tanta gente tenía que entrar, tanta tenía que salir, tantas cosas había que disponer y tantas cosas había que guardar. Cuántas cosas habían pasado en aquellos veinte años. Vinieron porque su cuñada Pilar no se quedara sola en aquella casa tan grande donde tanta gente tenía que entrar y salir, y dos meses después se fue Pilar a vivir a casa de su tía Josefina, viuda acaudalada propietaria que desde la muerte de su marido llevaba cinco años viviendo sola con la única compañía del ama de llaves y las criadas de servicio. Tres años después se hizo Pilar novia con un médico cordobés que había llegado al pueblo después de que le dieran su primer destino en propiedad en Alameda de la Mancha, una vez que a la muerte de Don Fausto hubiera quedado su plaza vacante.

Su tía Josefina había muerto cinco años después de la boda de su cuñada y un año después de la muerte de la tía de su marido habían muerto su hermana, su padre murió diez años después que su hermana, y su madre, había muerto dos años después que su padre.

Mientras sus hijos habían seguido creciendo, se habían hecho mayores, llegaron pequeños y ya eran grandes. Cómo pasa el tiempo, pensaba Amparo. Pronto seremos recuerdo… después nada, se decía a sí misma.

Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar,/ que es el morir, decía  Jorge Manrique. Escudriñaba Amparo en su pasado y veía el paso del tiempo, que pronto pasa todo y que duro es otear el pasado, pronto seremos recuerdo… y después nada. Un día se cerrará la última ventana, y nadie se acordará de nosotros. Que corta es la senda de la vida, al mirar al pasado nos damos cuenta que el camino recorrido es más largo que el que nos queda por recorrer. Miraba a su marido con el pelo encanecido, no salía ya de caza, apenas montaba a caballo. Este será mi último caballo, decía. Se miraba a sí misma se contaba sus arrugas, se contaba sus canas, y pensaba cómo nos vamos apagando.

A la muerte de sus padres no cerraron la casa de Puente de los Desamparados igual que la casa donde vivía la había heredado su marido, ya que la casa y las tierras que habían heredado de su tía Josefina compensaba con creces a la herencia que ambos hermanos habían recibido de sus padres. Liquidaron los derechos reales que tuvieron que pagar a la hacienda pública, y con el dinero sobrante igualaron los lotes de propiedades que ambos hermanos recibieron. Ella había heredado la casa de su familia que era también una casa grande de la que ella había sido su única heredera. Su hermana Sofía había muerto antes que sus padres murieran y ella había heredado todo lo que allí había, la casa donde había vivido, las tierras que tenían, el coche de mulas, las yuntas de mulas y los aperos de labranza, igual que las acciones y las cuentas bancarias. Decidieron que la casa siguiera abierta al mismo tiempo que nombraron un administrador que se encargara de controlar la hacienda que había recibido Amparo de sus padres. La hacienda que Amparo había recibido de sus padres era una gran hacienda, tenían más de trescientas hectáreas de labor en Puente de los Desamparados, donde las mejores tierras de labor eran suyas, diez pares de mulas, que tenían en la casa donde vivían, mil ovejas cien yeguas, aparte de la cabras y los cerdos, y las ovejas que tenían para aprovechar los pastos y la montanera, que tenían en la finca conocida por el nombre del Tomillar de Maqueda, que estaba a ocho kilómetros de Puente de los Desamparados, donde, aparte de una buena casa que en contadas ocasiones utilizaban para pasar algunas temporadas, disponían de todos los elementos necesarios para que esta hacienda fuera una de las más prestigiosas de aquellos alrededores.

Pensaba Amparo igual que su marido que la herencia que habían recibido era la herencia de sus hijos, y ni siquiera entraban a valorarla. Sus hijos iban a recibir una herencia lo suficientemente grande que les iba a permitir vivir en las mismas condiciones que ellos habían vivido. Continuarían progresando adecuadamente igual que ellos lo habían hecho, hasta que otra nueva generación los sustituyera. Esto era así desde la noche de los tiempos, volvió Amparo a recordar los versos de Jorge Manrique, cuando escribía: Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir… / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos / y llegados son iguales /los que viven de sus manos/ y los ricos.

Era Amparo una mujer que leía libros, y a veces se decía a sí misma: Si no logro ser una mujer culta, al menos leo libros, esto se lo había oído decir a su marido y siempre que encontraba un libro que leer, recordaba a su marido cuando recordando el nombre del primer presidente de los Estados Unidos que en su toma de posesión había dicho: Yo no me tengo por un hombre culto, pero leo libros. Su matrimonio con Ramón Santillana la había enriquecido, no había sido un matrimonio frustrante, la había hecho sentirse mejor, más formada, más culta. En su casa no había libros, solo había misales, novenarios y vidas de santos, y durante los cinco años que allí vivieron, hasta la muerte de su suegro, y a instancias de su marido decidieron irse a vivir a Alameda de la Mancha para que su cuñada Pilar no se quedara sola, solo había leído los escasos libros de texto que le proporcionaron las monjas ursulinas encargadas por sus padres para que la educaran dentro de las más estrictas normas de la Santa Madre Iglesia. Verdad era que no se había sentido muy atraída por las dichosas normas las había aceptado a regañadientes y las había comentado con sus compañeras más liberales. Y como de la discusión sale la luz,  habían llevado a Amparo y sus compañeras a la conclusión de que o bien la Santa Madre Iglesia había engañado a las ursulinas, o las ursulinas trataban de engañarlas a ellas.

Ramón Santillana había sido para ella el compañero ideal para compartir la vida, era un hombre inteligente y culto que había heredado una gran fortuna antes de que ella heredada la suya, ella siempre había podido disponer del dinero necesario para administrar su casa sin que en ningún momento se hubiera visto agobiada por la escasez o las malas cosechas, en su casa siempre había encontrado el dinero necesario para vivir y cumplir con sus obligaciones, nunca se habían visto en ningún apuro. Aunque hubieran venido años de sequía y escasez, en su casa se había continuado viviendo igual. Además, desde que llegó a Alameda se había dado cuenta del prestigio que gozaba su marido, quiénes eran sus amigos, el prestigio que entre ellos gozaba, él la había querido y respetado siempre, para ella había sido un marido franco y honrado al que nunca le pudo hacer algún reproche, y eso lo valoraba mucho. Cuando su hermana Sofía trataba de insinuarle que tuviera abiertos los ojos ante cualquier rumor que le pudiera llegar, siempre le respondía lo mismo: Estoy tranquila en ese sentido, sé que mi marido me respeta y me quiere, y si un día tengo que llorar entonces lloraré.

Era Ramón Santillana culto y agradable, lucido en sus exposiciones, gran tertuliano y excelente amigo muy valorado entre sus contertulios, querido y respetado por todos y sobre todo querido y valorado por su familia, amigos, criados y sirvientes. Eso le hacía a Amparo sentirse orgullosa del marido con quien le había tocado vivir.