Leñadores 33

Tenían que empezar a llevar a José a la escuela. No lo habían querido llevar a la escuela de los cagones, como los chicos le decían, aquello no era una escuela era un sitio donde guardar los chicos, servía para que a los chicos no los tuvieran que llevar al campo sus madres, mientras estas estaban trabajando en él. La escuela donde los llevaban era un sitio donde poderlos aparcar y que nada malo le pasara en el campo, que no se cayeran del borrico, que no les mordiera una culebra, que no se cayeran a una noria, que no les picara un alacrán. La escuela de los cagones era una habitación llena de posaderos, de taburetes y de chicos, donde una mujer les enseñaba a los chicos a rezar y a leer lo que podía, mientras trataba de que los chicos allí metidos, no se arañaran ni se arrancaran las orejas. Rufina no quiso llevarlo a esta escuela, porque pensaba que su hijo iba a estar más seguro con su madre que metido en aquella habitación que llamaban escuela, mientras aprendía a pelearse y le enseñaban a rezar el Padre Nuestro, el Señor Mio Jesucristo, o el Yo Pecador, y a hacer palotes como camino para iniciarse en la escritura.

Pensaba Rufina que su hijo iba a estar mejor en su casa, al cuidado de su madre, jugando con los hijos de las vecinas, y cuando cumpliera los seis años, los llevarían a la escuela con don Eusebio, hasta que cumpliera los catorce años, y saliera de allí hecho un hombre, capaz de enfrentarse a la vida con su inteligencia, no con sus manos. No quería que su hijo se tuviera que ganar la vida trabajando como ellos lo estaban haciendo, quería que su hijo fuera lo que ella no había podido ser. Por eso había trabajado toda su vida, y por eso lo iba a seguir haciendo, mientras no le flaquearan las fuerzas. Quería una vida mejor para su hijo, y que esta lo sacara de la pobreza para siempre.

Cipriano veía bien lo que su mujer quería, pero no lo veía tan claro como ella, él también había ido a la escuela de Don Eusebio, y había aprendido muchas cosas. Pero como cuando salió de la escuela se tuvo que poner a trabajar, no le había sacado mucho provecho, aunque siempre es mejor saber que no saber, siempre será mejor que sepamos y nos podamos arreglar por nuestra cuenta, que tengamos que esperar a que nos ayuden para escribir una carta, o para hacer una cuenta. Lo que pasa también es que como en nuestras casas no hemos vuelto a ver un libro, no leemos periódicos, ni libros ni cosas donde podamos aprender, las cosas se olvidan y nos quedamos como si no las hubiéramos aprendido, no le sacamos provecho. Teníamos que seguir leyendo y aprendiendo durante toda la vida, para no olvidar nunca lo que aprendimos en la escuela y para poder seguir almacenando conocimientos mientras estemos vivos. Si esto lo hiciéramos así, los hombres y las mujeres lo mismo, seríamos más iguales, y pienso que también seríamos mejores. La vida sería mucho más placentera y los curas nos estarían siempre asustando  con el demonio y con el infierno.

Rió Rufina la intervención de su marido y pensó para sí, es más capaz, más inteligente que la valoración que de él estoy haciendo en estos momentos. Aquel día Rufina se sintió más cerca de su marido, llegó a tener complejo de culpa, por la forma en que lo había valorado, desde el día que en la Higuera le contaron el lavado de cerebro que los arrieros  le hacían en el Salón Romero de la Plazuela. Le había sentado muy mal que, siendo ella la que iba delante siempre, tratando de encontrar la forma de llevar la casa lo mejor posible, fuera él a descubrirle al Salón Romero cómo ella se estaba equivocando. En aquel momento pensó: un tropezón cualquiera da en la vida. Y desde entonces volvió a estar más cerca del hombre con quien compartía su vida.

El quince de setiembre, día en que empezaba el curso, después de las vacaciones de verano, llevó Rufina a su hijo por primera vez a la escuela. Fueron muchos los chicos que acudían a clase por primera vez y José iba con su madre expectante y preocupado ante una ocupación nueva a la que tenía que atender y de la que sabía poco. Le había oído hablar a sus padres y a su abuela que en la escuela tenía que aprender mucho, que era muy bueno saber y aunque para él lo que estas palabras significaban no estaba muy claro, no sabía muy bien lo que esto iba a  suponer para él.

Cuando a la hora de recogerlo lo vio salir su madre, lo encontró contento y con muchas ganas de contarle las cosas que le habían enseñado aquella mañana. Había aprendido que las letras eran signos con los que se representaban las palabras y que gracias a ellas podíamos escribir cartas. Que las cartas servían para comunicarnos con las personas que estaban lejos de nosotros. Que para aprender a escribir no hacía falta aprender a hacer palotes ni carteles, ni cosas de esas, solo teníamos que conocer las letras, aprender a leerlas y a escribirlas. Y que aprender a escribirlas y a leerlas lo íbamos a aprender a la vez, y eso lo vamos a hacer, durante este curso. Cuando aprendamos, vamos a saber leer libros, le dijo José a su madre.

Cuando Rufina llegó a su casa las palabras de su hijo la habían emocionado, no pensaba que en tan poco tiempo, fuera a aprender tanto, tampoco pensaba encontrarlo tan ilusionado con lo que iba a ser su trabajo a partir de ahora, y eso le había hecho emocionarse a ella. Su madre al verla, le preguntó, ¿Qué te pasa?, mi hijo que está muy contento en la escuela y sus palabras me han emocionado, le contestó.

Esa mañana mientras Cipriano había salido a llevar unos pedidos que le habían hecho en las tiendas del pueblo, volvió Rufina a insistirle a su madre para que se quedara con ellos a vivir. Ya se lo había dicho cuando compraron la casa, pero se disculpó su madre diciendo: mientras yo no os necesite, donde mejor voy a estar es en mi casa. Aunque mi única compañía vaya a ser la soledad, tú eres mi hija y pienso que a ti no te voy a estorbar, pero al mismo tiempo que soy tu madre, soy la suegra de tu marido y no quiero estorbar, ni que me miren con malos ojos. Todavía puedo estar en mi casa, a estar solos es algo a lo que nos tenemos que acostumbrar las personas mayores, el día que me necesites, me llamas y enseguida vengo. A Cipriano no le habrá usted visto de ponerle mala cara nunca, dijo Rufina, y no espero que se la ponga, sabe que si usted se viene a vivir aquí, es por que nosotros la necesitamos. José es muy pequeño todavía, yo tengo que salir casi todos los días, y el chico tiene que levantarse, desayunar e irse a la escuela todos los días a su hora, solo no lo va a poder hacer. Nosotros la necesitamos y su nieto la necesita más que nosotros. Si usted no se viene, tendremos que dejar esto, que nos va muy bien y volver a lo que antes estábamos haciendo. Lo voy a pensar y mañana te contesto, le dijo su madre.

Cuando salió su madre de su casa, pensaba Rufina que se iba a venir a vivir con ellos ese mismo día, sabía que les iba a ser imprescindible y no los iba a dejar solos, por eso, cuando por la tarde al verla llegar con su ropa, le dio un abrazo, al mismo tiempo que le agradecía que se viniera a vivir con ellos. A su hijo le vino muy bien la escuela, cuando llegaba a su casa, buscaba a su madre para decirle todo lo que ese día habían hecho en clase. Para él todo era nuevo y todo le interesaba. Desde el aprendizaje que hacían en clase, los juegos que aprendía en el recreo, la amistad con sus compañeros, de todo lo que en la escuela le  pasaba, recibían cumplida cuenta en su casa.

El cambio que habían dado a sus vidas les iba bien, ganaban más dinero y el trabajo era más llevadero, Rufina con atender las ventas que en la casa, y salir a vender a los mercados, cuando su marido la necesitaba, le iba muy bien. Los días que tenía que ir con su marido eran pocos, le gustaba ir con el cuando tenían que ir ellos a comprar a los almacenes de coloniales, más que ir a vender a las tiendas de eso se encargaba su marido. Ella atendía la venta directa desde su casa, guardaba las facturas que recibía de sus proveedores y las pagaba cuando iban a cobrárselas, fijaba los márgenes de venta, cobraba las facturas, cuando el cliente iba a pagarles a su casa, mientras su marido hacía los repartos a los pueblos donde vendían sus mercancías. Los dos estaban contentos con el  cambio que a sus vidas le habían dado.

Pensaba Cipriano que la huerta la tenían sin explotar y que sería bueno ponerla en funcionamiento, Rufina era partidaria de dejarla aparcada, ya que ellos tenían trabajo suficiente y no la iban a poder atender. Si atendemos una cosa, la otra se queda sin atender, las dos cosas no las podemos llevar a la vez, a tantas cosas no podemos abarcar. Hacienda que no veas, para qué la quieres, decía Rufina. Su marido quería sembrar la huerta de hortalizas, pensaba que la huerta se criaba con agua y con unos carros de basura, y que ellos, que ya conocían los mercados, se podían aprovechar de esta ventaja que tenían sobre los hortelanos. Tenían una hermosa huerta y no la estaban aprovechando, para eso sería mejor no haberla comprado. Estaríamos mejor sin huerta que con huerta, decía Cipriano a su mujer, sin que esta le hiciera mucho caso.

Rufina estaba contenta con las ventas, e ilusionada con su hijo, desde que dejaron la leña y la ropa habían doblado sus ingresos y llevaban una vida mejor, eso le hacía sentirse contenta de haber tomado aquella decisión, no añoraba las cestas de ropa y pensaba ella que lo mismo le pasaría a su marido, que no echaría de menos las dos cargas de leña, que cada día tenía que hacer. Sin embargo no estaba muy segura de lo que pensaba en las ganas que este tenía  de ponerse a criar una huerta, aunque como él decía, muchos hortelanos, para echar huerta, necesitan arrendar la tierra donde la siembran y la noria con que la riegan, de eso nosotros no tenemos que hacer esos gastos.