I. El Hospicio

Luisa Rojas votó al Frente Popular en el pueblo donde vivía. El pueblo donde vivía era el pueblo donde había nacido. Luisa Rojas no se crió en el pueblo donde había nacido, se crió en el hospicio de su provincia. Volvió a su pueblo el once de marzo de mil novecientos treinta y seis, cuando en el Hospicio Provincial le dijeron que ya se tenía que buscar un sitio donde estar, bien en casa de algún familiar o buscando trabajo en alguna casa donde la pudieran necesitar. Esperaba Luisa que este recado se lo dieran desde hacía tiempo. Durante toda su vida había estado rodeada de monjas, que siempre le estaban hablando del diablo y de las tentaciones, de los pecados, de las ofensas que cuando pecaban se le hacían a Dios, de cómo Dios toleraba las tentaciones, para probarnos, para santificaros, decían. Y esto era así, por el pecado que habíamos heredado de nuestros primeros padres. Era el pecado que todos heredábamos de Adán y Eva por haber sucumbido a la tentación que el demonio en forma de serpiente le había hecho con la dichosa manzana. La manzana que Eva no había sido capaz de rechazar, y que no sólo no había sido capaz de rechazar, sino que el diablo se había servido de ella para convencer a Adán y que este también comiera. Y por tanto, Dios, sintiéndolo mucho, no tuvo más remedio que expulsarlos del Paraíso Terrenal, y todo aquello se quedó sin nadie, se quedó vacío. Esto era así porque Dios era muy justo, muy recto y no podía tolerar que los recién llegados empezaran saltándose a la torera la única ley que él les había puesto. Que tuvieran cuidado y no se comieran las manzanas, les había dicho. Podían mirarlas, podían estar a su lado el tiempo que quisieran, pero que no se les ocurriera morderlas, que morderlas era pecado. Por eso los expulsaron del paraíso y de ahí nos viene el pecado original a todos sus descendientes, de la dichosa manzana.

A Luisa le habían dicho esto las monjas infinidad de veces, se lo había dicho el capellán otra infinidad de veces, y otra infinidad de veces se lo decían los misioneros durante los ejercicios espirituales. Aunque de lo que más le hablaban los misioneros, era de los pecados y del infierno, del maligno y de sus tentaciones. Era tal el miedo que los misioneros les metían los días de los ejercicios espirituales, que de la comida preparada en el hospicio, sobraba todos los días la mitad.

Luisa fue una niña pobre, que había perdido a su padre en un accidente. Su padre había tenido la suerte de caerse de un tejado encima de un montón de piedras mientras lo estaba arreglando. Murió en el acto, sin que se pudiera hacer nada por él. Su madre murió siete meses después como consecuencia de unas fiebres pauperales que le dieron al dar a luz otra niña, siete meses después de que esta enterrara a su marido. Al no tener su familia medios para poder sacar a las niñas adelante, optaron por llevarlas al hospicio para que allí se hicieran cargo de ellas hasta que pudieran valerse por sí mismas.

Una semana después del entierro de su madre, y después que el Ayuntamiento gestionara su ingreso en el Hospicio Provincial, Lucrecia, hermana de su madre, las llevó a la casa cuna donde las dejó ingresadas. Firmó con sus huellas dactilares los documentos que allí le pusieron, y con lágrimas en los ojos, dejó allí a las hijas de su hermana. Quince días después de que su tía llevara a las niñas a la casa cuna, el alguacil del Ayuntamiento les llevó la copia de una carta que habían allí recibido, diciéndoles que la niña Feliciana Rojas Acevedo había muerto deshidratada como consecuencia de una colitis que le había afectado. Su cuerpo había sido enterrado en una de las fosas del ayuntamiento, que tenía destinada para pobres.

Cuando Luisa salió del hospicio, con el dinero que allí le dieron para que empezase a vivir por su cuenta, cogió el autobús y se fue a su pueblo. Voy a ver a mi tía, se dijo a sí misma. Ya le había escrito contándole lo que el director del hospicio le había dicho en su despacho. Con su tía mantenía una cierta relación, sobre todo después de la muerte del marido de esta. Los hijos de su tía se habían ido a trabajar a Madrid desde muy jóvenes. Habían tenido ya varios enfrentamientos con su padre, y en el último que tuvieron, después de que este le diera una paliza a su madre, lo abofetearon y decidieron irse. No habían vuelto a su casa hasta después de que su padre muriera.

Del hospicio guardaba recuerdos contradictorios, buenos y malos recuerdos. La última noche que durmió en el hospicio, apenas pudo dormir, la despertaban las pesadillas. Por todas partes veía curas y monjas en actitud amenazante que las insultaban, les hablaban del Maligno que le anunciaba su llegada, del fuego eterno. Cuando despertaba a los pocos minutos, tardaba mucho en reconciliar el sueño. Y otra vez, volvía a pensar en todo lo malo que allí había pasado. ¡Qué larga se le hizo aquella última noche hospiciana! A su tía apenas la había visto unas cuantas veces, pero ella le había ofrecido su casa cuando supo lo que le habían anunciado, que ya no podía estar allí más tiempo, que se tenía que ir, que tenía que buscar un sitio donde estar. Escribió a su tía, y esta le contestó diciéndole que estaba sola y le gustaría que se fuera a vivir con ella.

La carta que su tía le había escrito la hizo emocionarse. Al leerla, sus lágrimas humedecieron el papel, y le hicieron recordar aquellos versos que había leído en un libro de lectura, que estaba en la escuela del hospicio, y que decían:

Cuando un hombre de bien, te da su pan,
tiene el cuerpo de Cristo entre sus manos.

Mientras leía aquella carta ¡cómo la emocionaron aquellos versos! ¿Era aquello la llamada de la sangre…? Secó la carta con el pañuelo y la guardó entre sus ropas. Guardada la carta, las lágrimas seguían surcando sus mejillas, la emoción la embargaba. Tenía pensado irse a buscar una casa donde servir en Madrid, pero la carta de su tía la hizo cambiar de opinión. Se iría a vivir con ella. Ese mismo día le escribió diciéndole cuándo llegaba y que la esperara en la parada del autocar. Ella, a lo mejor, no sabía llegar a su casa. Los recuerdos que guardaba eran tan borrosos, que podría perderse.

Cuando la monja pasó al dormitorio tocando la campanilla para despertarlas y llevarlas a misa, Luisa estaba dormida. Se levantó sobresaltada al oír el ruido de la campanilla, lo deprisa que pudo, se vistió y se fue a los lavabos. Una vez aseada, se incorporó a la fila donde las hospicianas esperaban que una monja abriera la capilla, las introdujera en ella y les dirigiera los rezos de la mañana. Todos los días eran los mismos. En nada habían cambiado desde que ella estaba allí. En el hospicio le habían enseñado pocas cosas, pero una vez que las aprendían ¡cuántas veces tenían que repetirlas!, ¡qué pesados se le hacían a Luisa los rezos! Tal vez por eso fueran tan pesadas, tan repetitivas y tuvieran tan mal genio las monjas.

Cuando Luisa llegó a la fila donde ya estaban llegando sus compañeras, les dijo: hoy va a ser el último día que esté con vosotras. Cuando terminemos de comer, recojo mis bártulos, os doy un abrazo, os digo adiós y me voy con mi tía a mi pueblo. Mi vida de hospiciana habrá terminado. Quiero empezar una vida nueva, llevo aquí tantos años que estoy cansada de ir en fila a todas partes, de tantos rezos, de rezar siempre las mismas oraciones, de acostarme todas las noches en la misma cama, de comer en la misma mesa y, sobre todo, estoy harta de pasar hambre, de los castigos y de las vejaciones, que a diario todas sufrimos, desde las mayores a las más pequeñas.

Estaba repasando lo que para ella había sido su último día en el hospicio, apoyada en la pared, mientras esperaba la llegada del autobús que la llevaría al pueblo donde había nacido y del que guardaba tan pocos, tan confusos y tan tristes recuerdos. Poco después llegaba el autocar. Entró en él confundida entre los demás viajeros, sin que nadie la reconociera. Desde el asiento del autobús, mientras observaba cómo nuevos viajeros iban ocupando sus asientos, seguía pensando en lo que para ella había sido su estancia en aquel serio, viejo y triste edificio que había sido su casa durante tantos años y del que acababa de despedirse unas horas antes. El conductor cerró las puertas, arrancó el autocar y lentamente inició su salida de la estación. Sola, sin conocer a nadie, perdida en sus recuerdos, emocionada y confusa, iniciaba aquel viaje a la tierra donde había nacido.

Despacio, triste y quejumbroso, se desplazaba el autocar entre las sucias y desconchadas callejas, buscando el camino que llevaría a Luisa al pueblo donde pensaba iniciar una nueva vida, con la esperanza de que el futuro fuera mejor para ella que los años vividos en el hospicio provinciano. Se despidió también de aquella vieja y destartalada ciudad. Durante casi la hora que duró el viaje fue recordado a las compañeras, a las monjas, al cura, a los misioneros, cómo en cada uno manifestaba su personalidad, su forma de ser, cómo era cada uno. Y cómo cada uno iba dejando su huella en los demás. Cómo a la hora de ir archivando recuerdos, cada uno obtenía una valoración diferente de la gente que de ellos se ocupaba en aquella destartalada estancia. Carretera adelante, avanzaba el autocar de forma lenta y continuada, cada vez estaba más cerca, cada vez le quedaba menos camino que recorrer, y cada vez se iba sintiendo más inquieta.

Coronando una cuesta, vio aparecer en el horizonte la torre de la iglesia, estaba llegando. ¡Cuántos pensamientos se le agolpaban en aquellos momentos! Notó cómo se aceleraban los latidos de su corazón y cómo las lágrimas temblaban entre sus párpados. Desvió su mirada hacia el cristal de la ventana junto a la que iba sentada, tratando de evitar que los demás viajeros observaran cómo las lágrimas aparecían entre sus pestañas. El día se estaba acabando, las sombras de los cerros se habían hecho más grandes, todo lo cubrían. Los últimos rayos de sol iluminaban unas nubes blancas que aparecían sobre el horizonte. Reparó el autocar a la entrada del pueblo, el conductor cambió a una velocidad más corta, y más despacio se encaminó a la plaza donde tenía la parada.

Vio que había gente en la acera esperando al autocar, entre ellas divisó a su tía que la buscaba entre los viajeros. Recogió su casi vacía maleta de madera con sus escasas pertenencias y pasillo adelante se fue acercando a la puerta donde su tía la estaba esperando. Con lágrimas en los ojos bajó Luisa los escalones y con lágrimas en los ojos encontró a su tía, que estaba frente a la puerta. Se fundieron en un fuerte abrazo, y ambas rompieron a llorar amargamente.

Quiso su tía llevar la maleta de Luisa y esta no la dejó, diciéndole, déjalo si apenas tiene nada. Cuando lograron contener la emoción, emprendieron el viaje hacia su casa; las dos iban emocionadas y contentas. Tú vas a ser para mí la hija que no he tenido, y espero ser para ti, la madre que siempre te ha faltado, le dijo su tía.