El Grito XIII

XIII

Repuestos del viaje e integrados en la vida diaria, los chicos volvieron a la escuela, y raro era el día que al salir no acudieran a su casa acompañados de sus amigos. Para que Josefina y sus amigas jugaran a las casicas, haciendo sus casas con piedras, trozos de ladrillo y tejas, ordenándolo todo en cortados a los que le iban poniendo nombre, mientras decían: Aquí vamos a poner el portal, aquí la cocina, ahí el comedor y al fondo las alcobas. Solían también al final del portal dejar una puerta de entrada al corral, donde pensaban tener la leña, las gallinas, los conejos y un leñero donde pudieran guardar la leña, y al mismo tiempo les sirviera para que las gallinas pudieran encaramarse en él, y allí poder dormir tranquilas. Otros días lo dedicaban a las muñecas, al tejo o a cualquier otra cosa que se les ocurriera. Aprovechaban su gran imaginación, de la que todas andaban sobradas para hacer grandes proyectos que al día siguiente tenían que derribar para realizar otro proyecto nuevo que ya habían construido por la mañana en la escuela durante el recreo.

Marcelo y sus amigos tenían otros proyectos distintos, por eso nunca se juntaban con Josefina y sus amigas, ellas pasaban directamente al corralillo, y Marcelo y los suyos se quedaban siempre en el corral grande, haciendo sus chozos con gavillas, jugando a las bolas cuando era su tiempo, a la bardilla o al tranco cuando era el suyo, y echando lumbre en la cocina de los gañanes, si hacía frío o llovía. Cuando hacía buen tiempo y las tardes eran más largas, a Marcelo le gustaba salir con los chicos de la escuela a buscar nidos entre los olivos, pero a eso sus padres no lo dejaban ir todavía, le decían que era muy pequeño para salir con los chicos mayores, se podía cansar si salían corriendo los chicos, y si él no los podía seguir se podía quedar perdido en el campo, e incluso se lo podían comer los lobos si no lo encontraban a tiempo. A Marcelo le preocupaban mucho los lobos. Había oído contar muchas historias de lobos, y solo el pensarlo le aterraba y aunque los compañeros de la escuela lo invitaran a irse con ellos les respondía siempre que cuando fuera mayor sí que se iba a ir con ellos a buscar nidos, pero todavía era muy pequeño, y tenía mucho miedo a perderse y cuando llegara la noche, si lo encontraran los lobos lo podían matar. Todavía no era lo suficiente mayor para salir al campo, les decía a sus amigos, y jugando a los chozos con las gavillas, cogiendo nidos de tordo, de pájaro, o de vencejo debajo de los canales de las tejas en el corral de su casa también se lo pasaban bien, y cuando hacía frío podían echar lumbre en la cocina de los gañanes, y asar patatas o guindillas en la cocina mientras contaban cuentos e incluso su madre les sacaba patatera o tocino para que asaran en la lumbre. Por eso Marcelo y Josefina siempre tenían muchos amigos y amigas. Tenían una casa grande con dos corrales también grandes, y sus padres preferían tenerlos en su casa jugando con sus amigos, a tenerlos fuera sin saber dónde estaban y qué les podía pasar.

La cocina de los gañanes era patrimonio de Marcelo y sus amigos para sus juegos, y para Josefina y las suyas tenían la cocina del segundo patio donde una de las sirvientas era la encargada de echarles lumbre para cuando llegaran. Solían estar jugando allí hasta el anochecer que se tenían que ir a sus casas para que no le cortaran capote, y las dejaran sin cenar, aunque Amparo siempre les sacaba pan y chocolate o una bandeja con mantecados, pastafloras, magdalenas o galletas de maquinilla. Siempre tenían juegos con que entretenerse, por eso tanto Josefina como Marcelo siempre tenían amigos con quien jugar, el único encargo que les hacían al entrar era que no levantaran las tejas para buscar nidos, que tuvieran mucho cuidado de no caerse de la escalera que no se subieran encima de las tejas, y si decidían coger nidos fueran los mayores los que utilizaran la escalera.

Las chicas necesitaban menos advertencias que los chicos, sus juegos eran más tranquilos y menos problemáticos, solo utilizaban la cocina en los días más fríos y lluviosos del invierno. Cuando hacía buen tiempo, siempre se iban al corralillo, tenían mas espacio para jugar y al mismo tiempo podían dejar correr más su imaginación.

Era la familia formada por Amparo Solís y Ramón Santillana una familia muy valorada en Alameda de la Mancha, atentos y cariñosos con todos, a todos respetaban, y eran respetados por todos. Muy abiertos, con todos hablaban, siempre dispuestos a ayudar a quienes los necesitaran, tenían amigos y conocidos. De ellos decían en el pueblo, son gente rica, pero con ellos se puede hablar, son gente de clase, decían, y si en algo los necesitas siempre están dispuestos a ayudarte. Por eso eran tan queridos y valorados por todos. Solía Ramón salir a pasear a caballo al campo, por las mañanas le gustaba salir a ver crecer sus sembrados, daba largos paseos por el campo recreándose mientras observaba sus tierras y sus ganados. Si llegaba temprano y tenía tiempo suficiente para tomar una cerveza con los amigos, lo hacía encantado, más por intervenir en la tertulia que se formaba alrededor de la cerveza y de las tapas que por los aperitivos y la cerveza en sí, era un gran tertuliano, se encontraba en las tertulias como pez en el agua, y sobre todo le gustaba asistir después de comer a la tertulia del casino, donde siempre defendía ideas progresistas, que a menudo chocaban con las ideas conservadoras de los labradores. En los pueblos siempre ha habido poco que conservar decía siempre: tenemos que buscar siempre hacer un mundo mejor, donde todos quepamos. Un mundo más justo es un mundo mejor, el mundo no puede estar gobernado por los caciques, por la Iglesia, por el dinero. Los gobernantes siempre tienen que ser los intelectuales, los más inteligentes, los más honrados, solo así podremos progresar. No necesitamos reyes, ni ejército, si acabáramos con los ejércitos, acabaríamos con las guerras. Tampoco necesitamos reyes, ni curas, ni obispos, ni Papa. La fe no la necesitamos para nada, solo nos sirve para que nos cuenten cuentos, y nos han contado ya tantos cuentos, que estamos hartos de cuentos. Necesitamos tantas cosas y nos sobran tantas, necesitamos escuelas, institutos, universidades, médicos, hospitales, industrias donde podamos invertir toda esa gente que se encuentra sin trabajo y que lo necesita para no morirse de hambre. El pensamiento francés nos tiene que servir como punto de referencia, como camino a seguir. Se le debe cambiar la mentalidad a tanta gente, sobran tantos curas, tantas iglesias, tantos conventos, tantos obispos, tantos cardenales… Falta tanto campo que cultivar, y sobran fincas de pastos y cotos de caza. Hay tantos brazos inactivos, hay tanta gente que no puede trabajar y que necesita ganar el pan que necesita para comer ellos y sus familias,  para que coman sus mayores.

No necesitamos gente pedigüeña, gente rezadora, todos los días con los rezos en la boca, levantando el corazón a Dios y pidiendo mercedes. Hay que cambiar todo, el camino que Francia nos muestra es un camino a seguir. La Revolución Francesa, la Toma de la Bastilla y la posterior puesta en libertad de sus presos, tienen que mover al mundo. El gobierno tiene que nacer del pueblo, en Francia y en todos los pueblos de la Tierra tiene que haber una constitución que ampare a todos, y sobre todo a los más desfavorecidos. Los principios de legalidad, igualdad, y fraternidad, igual que están en la constitución francesa, tienen que quedar recogidos en las constituciones de todos los pueblos de la tierra.

¿Para qué las iglesias llenas de gente pidiendo siempre a los santos, a las vírgenes, al Altísimo? ¿Qué nos trae esto? ¿Para qué nos sirve?

Eran media docena los habitúales contertulios que normalmente se juntaban en la mesa que había en el rellano de la escalera del casino. Era una mesa amplia y redonda que allí había y que era la única que había en aquel aposento no muy espacioso lugar del Casino de la Amistad, donde habitualmente acudían los dos médicos. Uno de ellos, cordobés, simpático y progresista, que junto con Ramón Santillana formaba el ala más progresista de la tertulia. El ala más conservadora la encabezaba don Gustavo Sarmiento, médico también de Alameda de la Mancha, que se oponía a todo lo que significara prosperidad y progreso, al que apoyaban Mónico Cifuentes y Regino Comendador, ambos labradores dispuestos siempre a seguir a don Gustavo por peregrinas y esperpénticas que fueran las ideas que en cualquier momento pudiera estar defendiendo. De la mesa del descansillo eran también habituales contertulios los maestros que iban jueves, domingos y durante las vacaciones, con lo que el pensamiento progresista recibía un apoyo importante. No solo se exponían ideas conservadoras o progresistas en la tertulia del descansillo, como la llamaban los habituales moradores del Casino de la Amistad, se hablaba de caza, del tiempo, de las fiestas, incluso se hablaba de las procesiones o de la misa de los domingos, de las cosechas, o de las obras que en el pueblo se estaban realizando, o estuviera en proyecto de realización, pasaba que por uno u otro camino, siempre se terminaba la tertulia con el tema al que más tiempo se dedicaba, y esto era así desde la noche de los tiempos. Todos tenían un pensamiento, unas ideas para organizar la convivencia que a veces chocaba frontalmente con las que otros defendían, por eso se discutía un día sí y otro también, aunque al final cada uno seguía pensando lo que pensaba el día anterior, y al día siguiente todos volvieran a la misma mesa para seguir defendiendo lo mismo, y todos sabían que de acuerdo no se iban a poner nunca, que nadie iba a convencer a nadie, nadie se atrevía a pensar que alguno de los asistentes a la tertulia, al siguiente, o siguientes días iba a cambiar los postulados de los que partía.