II. Lucrecia

Cuando salieron de la plaza, Luisa cogida del brazo de su tía, continuó hablando, interesándose por todo lo que iba apareciendo ante ella. Nada recordaba, todo lo que había visto durante su vida estaba en el hospicio. La casa de su tía estaba al final del callejón del alcalde Victoriano, cerca del arroyo. Al llegar Lucrecia a su casa, dijo a su sobrina, mira, esta es nuestra casa, aquí tenemos que vivir. Sacó la llave de su faldriquera, la introdujo en la cerradura y después de dar dos vueltas, empujó y se abrió la puerta. La casa de Lucrecia era una casa pequeña, como todas las casas de los pobres. Solo tenía lo necesario, lo necesario no, lo imprescindible. A la entrada había un portalillo de apenas metro y medio de ancho por cinco o seis de largo, donde en el lado derecho, a la entrada, había una cantarera con cuatro cántaros para el agua y más al fondo, en el mismo lado derecho, tenía una alacena de madera, donde los huecos de las puertas también de madera estaban cerrados con una tela metálica, para evitar el paso de las moscas y de los gatos. En el lado izquierdo tenía a la entrada una cocina, donde al lado izquierdo de la chimenea, había un poyo con una colchoneta y un cabezal, cubiertos con una manta de Castuera, y detrás del poyo, había un ventanillo que daba a la calle. En el centro de la cocina, había una pequeña mesa redonda y en el lado derecho una alacena de puertas con cristales, donde Lucrecia guardaba el pan y la comida. Había, en el lado derecho, media docena de sillas con los asientos de enea y dos posaderos, uno a cada lado del fogón hechos también con enea, la misma materia con la que los asientos de las sillas estaban hechos. A continuación de la cocina, estaba la única alcoba de la casa, en donde había una cama de matrimonio con una estampa encuadrada de la Dolorosa encima, del cabecero delantero, dos sillas detrás de la cama, una a cada lado de la puerta, que hacían de descalzadoras, un ventanillo que daba al patio, y un baúl donde su tía guardaba la ropa que había en la casa.

Al final del pasillo, había una puerta que daba a un patio empedrado, con una parra a la entrada y un rosal grande en el centro de la pared del fondo, y en el lado derecho de esta pared, una puerta que daba al corral. Era el corral una estancia de unos treinta metros cuadrados, con una cuadrilla donde apenas cabía el burro y los dos carros de paja que necesitaba para el año. Desde la muerte de su marido Lucrecia no tenía burro, ella no podía ser leñadora como su marido había sido. Vivía de su trabajo como jalbegandera, y como trabajadora en el campo, como recolectora de aceituna, uva, hortalizas, limpiando en las casas y haciendo cualquier otro trabajo para el que la buscaran. Solía también rebuscar, esto es buscar los restos de cosecha después que los propietarios de las fincas las recolectaran.

Este trabajo le permitía a Lucrecia disponer en su casa de una buena parte de los alimentos que para ella necesitaba, y que le permitía guardar todos los años, una parte importante del dinero que cobraba como jornalera. Guardaba en su casa, con lo que encontraba en el campo, una vez que lo hubieran recolectado, cebada para sus seis gallinas, trigo para la mitad del pan que necesitaba para el año, uvas y melones para el postre del invierno, tomates, pimientos, patatas, ajos y cebollas también para casi todo el año. Y si había una buena cosecha de aceitunas, cogía aceite para el año, y algunas veces para más. Esta forma de organizarse le había permitido vivir con cierto decoro, pagar el recibo del médico, el recibo de la luz, sin que nunca el encargado de cobrar los recibos se la hubiera tenido que cortar, ni siquiera tuvo nunca que repetir la visita, porque en un determinado momento, no hubiera tenido dinero para pagarle. Ir a la farmacia y a las tiendas con su dinero por delante; en ninguna tienda le tuvieron que hacer una libreta para apuntar lo que le fiaban como otras muchas tenían. Todas estas pequeñas cosas, suponían para ella sentirse orgullosa de la forma en que había enfocado la vida después de que su marido muriera y sólo sus manos tuvieran acceso al colchón donde guardaba el dinero.

Desde que recibió la carta de su sobrina, en la que le decía el día y la hora en que llegaría al pueblo, empezó a sentirse más contenta y más joven. No es que Lucrecia hubiera dejado nunca de hacer las cosas de su casa. Su casa había estado siempre arreglada y limpia, pero ahora pensó que tenía que darle otra vuelta, antes de que su sobrina llegara. Tenía que darle una vuelta completa a todo, a la casa y a la ropa, para que cuando llegara su sobrina, se encontrara a gusto en ella. La carta de su sobrina había cambiado por completo su horizonte de vida, la hacía sentirse más joven, más alegre, más abierta, más comunicativa, más guapa.

Aquella tarde la dedicó Lucrecia a arreglar su casa, aunque su casa estaba arreglada. Quitó algunas hierbas que empezaban a salir entre la manzanilla que tenía sembrada en el empedrado del patio, sacó los geranios que durante el invierno había tenido guardados en la cuadra. Los regó, les cortó las flores secas y los puso en el centro del patio. Buscó por toda la casa desconchones o roces en las paredes o en las puertas. Hacía poco que había jalbegado y todo estaba en orden. Se arregló después de haberse lavado detenidamente y fue a casa de sus hermanos a decirles que Luisa había terminado en el hospicio y se venía a vivir con ella. Cuando llegue, vendré con ella para que os conozcáis, les había dicho. Sus hermanos no habían visto a Luisa desde que la llevaron al hospicio. A sus hermanos les pareció bien y a una de sus cuñadas regular o menos. Esta comentó: ¿y qué va a hacer aquí la hospiciana?, respuesta que le valió un bofetón de su marido. Si entonces hubiera hecho lo que ahora acabo de hacer, no le hubieras dicho hospiciana a mi sobrina. Si tú no hubieses ido a revolucionar a la otra cuñada, para que se llevaran a las hijas de mi hermana muerta al hospicio, y si mi hermano y yo hubiéramos sido lo suficientemente valientes para hacer lo que acabo de hacer ahora, nadie le podría llamar ahora a mi sobrina hospiciana. Y por supuesto, espero que tú a partir de ahora no se lo vuelvas a decir. Y ni mi hermano, ni yo hubiéramos tenido que vivir avergonzados y agachar la cabeza, cada vez que nos preguntaban por la hija de mi hermana.

Salió Lucrecia de casa de su hermano, preocupada por lo que había visto en la reacción que este había tenido con su mujer, cuando esta le había llamado a su sobrina hospiciana. Sin embargo, salió contenta de la casa, valoró positivamente la reacción de su hermano ante el insulto que para ellos suponía que su cuñada le dijera a su sobrina hospiciana. Después de haber sido ella la principal culpable de que sus sobrinas fueran al hospicio. Ella fue la que de forma rotunda dijo no a que la familia se quedase con ellas. La que convenció a la otra cuñada para que amparándose en ella, también se opusiera la otra, e hiciera que su hermano Anselmo aceptara lo que ella decía.

Al salir Lucrecia de su casa, tenía pensado hacer las dos visitas aquella misma tarde, pero después de lo que había visto en casa de su hermano Felipe, no se atrevía ir a casa de su hermano Anselmo, no quería formar un revuelo que llegara a todos los rincones del pueblo. Pensó dejar para el día siguiente la visita que le quedaba, y que su cuñada Jacinta se enterara por otros medios de lo que había pasado aquella tarde, en casa de su cuñada Rosa, y que esta escena no se repitiera en casa de Jacinta. Lucrecia no quiso contarle a su sobrina lo que había pasado con su cuñada Rosa, no quería predisponerla contra ella. Tenía que abrirle la familia para que no se sintiera incomoda entre los suyos. Esta fue la razón que le hizo postergar las visitas hasta el día siguiente.

Para la cena tenía huevos, que los podría hacer con espárragos, fritos o en tortilla, y un queso en aceite, que le había salido muy bueno, naranjas que había comprado por la mañana, y zanahorias de las que traen a vender los hortelanos todos los días. Con cualquiera de las cosas que me ha dicho, voy a cenar mejor de lo que siempre he cenado en el hospicio, tía.

Mientras Lucrecia hacía la cena, siguió hablando con su sobrina, de la impresión que a esta le había causado el pueblo, de la casa, de la familia, de las fiestas, y sobre todo de la semana santa, que estaba a punto de llegar. Una vez que terminaron de cenar, preguntó Lucrecia a su sobrina, si le había gustado la cena, a lo que esta contestó diciéndole que ella así no había cenado nunca. El queso y los espárragos no lo había probado nunca, y los huevos, los había probado siempre como ingrediente de otras comidas, pero en pequeñas dosis.

Después de la cena siguieron hablando largo rato, le habló Luisa a su tía del hospicio, de lo dura y difícil que la vida le había sido allí. De cómo las monjas las trataban, del tiempo que les dedicaban a rezar, al levantarse, al acostarse, al ir a comer, al terminar de comer, al empezar a cenar, al terminar de cenar. Lo duras, penosas, repetitivas y aburridas que eran las clases de religión, y la cantidad de horas que a esta asignatura dedicaban. Siempre asustándolas con los castigos que Dios le iba a mandar y con los castigos que ellas les mandaban. De la forma que entre ellas se odiaban. Del miedo que le tenían todas a la madre superiora, y de cómo se espiaban entre ellas, para ir luego a contárselo a la jefa. Le habló también Luisa a su tía de las veces que todos los días tenían que formar para ir de un sitio a otro, de los pescozones y los tirones de pelo con los que las castigaban por hablar en las filas, llegar las últimas a la formación, no saber contestar una pregunta en clase, distraerse o cualquier otra cosa que a la monja de turno no le pareciera bien.

Habló Lucrecia a su sobrina de cómo la vida no siempre es un valle de rosas, de los frutos amargos con los que a veces la vida nos obsequia, de cómo esperamos tanto de ella, y recibimos tan poco, de los días tristes, de la frecuencia con que se repiten estos. De lo duro que resultan las ofensas y las humillaciones que de la vida recibes al deambular por ella. De lo injusta que la misma vida es, de cómo se desvanecen las ilusiones, y de cómo poco a poco tus ilusiones se van ahogando en un foso de tristeza y amargura.

No mires a tu pasado amargo, a tus veinte años tienes que olvidar tus malos recuerdos, que no te ahogue el recuerdo de los malos días vividos, tu pasado solo tiene que ser para ti una referencia superada. No cierres nunca tu puerta a la esperanza. Has andado un camino triste, doloroso, amargo, lleno de guijos y de zarzas. Mira el futuro con alegría y espera que tu camino se pueble con pájaros y árboles, y que a ti lleguen los buenos días perdidos. Que lleguen a ti, los días de vino y rosas.

cocinilla