El Grito XXIX

XXIX

Esa misma tarde lo recibió el obispo. Cuando se acercó Marcelo a la puerta de la secretaría del obispado, a la hora exacta que le había dicho el vicario que lo iba a recibir, tímidamente tocó con los nudillos a la puerta, iba muy preocupado por lo que el obispo le pudiera decir, al acercarse a la puerta de la secretaría, miró el rótulo que campaba encima de la puerta que tenía que franquear, había pasado otras veces delante de esta puerta y ni siquiera se le había ocurrido mirar al rótulo, donde a grandes letras negras, sobre un fondo blanco y enmarcadas en un cuadro de caoba se podía leer: “Secretaría del Excelentísimo Señor Obispo”. Había pasado infinidad de veces delante de esta puerta, y ni siquiera se le había ocurrido leer el rótulo, pero ahora que iba pensando que pronto se iba a encontrar con el Excelentísimo Señor Obispo. Haciendo de tripas corazón y pensando que dentro de unos minutos se iba a encontrar en su presencia, con la suavidad de un guante tocó con sus nudillos a la puerta, donde una vez superado el trámite de exponerle al secretario particular los motivos de su visita, se iba a encontrar delante del Excelentísimo Señor Obispo, para rogarle le concediera el permiso de sus esperadas vacaciones. Tuvo que repetir Marcelo la llamada después de pensar: Aquí no hay nadie, o he llamado demasiado flojo. Después de haber esperado unos minutos sin recibir respuesta alguna, volvió a repetir la llamada, esta vez con un tono un poco más fuerte. Enseguida abrió la puerta el secretario particular del Señor Obispo que adelantándole la mano, y saludándolo efusivamente, le dijo: Pasa, Marcelo; el Señor Obispo te esta esperando. Se adelantó el secretario del obispo, que igual que Marcelo también era canónigo, abrió la puerta del fondo y anunció la llegada de Marcelo diciendo: Señor Obispo, acaba de llegar el canónigo de la Santa Iglesia Catedral don Marcelo Santillana. Volvió el secretario la cabeza hacia donde este estaba, indicándole con un gesto que pasara.

Más de una hora estuvo Marcelo Santillana con el obispo, al despedirse lo acompañó hasta la puerta, buscó Marcelo la mano del obispo para besarle el anillo, y este antes de que Marcelo le besara el anillo, lo estrechó entre sus brazos, diciéndole: Saluda a tu madre en mi nombre. Dile que de ella y de su familia guardo el mejor de los recuerdos, y que a todos os tengo presente en mis oraciones. Puedes coger el tiempo que necesites para tu completa recuperación, y si en algo puedo ser útil, a ti, o a cualquiera de vosotros contactad conmigo, que haré todo lo que en mis manos esté.

Salió acompañado del obispo hasta la puerta de la galería. Volvieron a abrazarse y se dijeron adiós, después de que el obispo volviera a repetirle a Marcelo todos los ofrecimientos que antes le había hecho.

Llegó a su casa eufórico. Ya se le habían pasado todos sus miedos. Pensaba que el obispo no le iba a dar permiso para descansar durante un mes en la finca de su madre, y se encontró con que le había dado todo el tiempo necesario, para descansar, recobrar sus fuerzas y encontrarse consigo mismo. Nunca había esperado tanto. Aquella noche durmió tranquilo, se le habían ido todos sus miedos y aquella iba a ser la primera noche que iba a dormir en la nueva casa que en lo sucesivo iba a ser la casa donde pensaba vivir.

Recogió sus bártulos, cerró la puerta de la sacristía y se dirigió a su nueva pensión. Había dejado la residencia sacerdotal que tenía el obispado y se iba a vivir a la casa de una viuda que le había recomendado uno de los canónigos.

Estaba muy cerca de la catedral. La casa era una casa amplia, la propietaria le dejaba dos habitaciones contiguas y un servicio que tenía contiguo a una de las habitaciones que se comunicaba con ella, por lo que podía estar totalmente aislado de las habitaciones de la dueña. Podía comer en el comedor de la casa o la criada le podía servir las comidas en sus propias habitaciones, le había dicho. Pensaba Marcelo que allí se iba a encontrar mejor que en la residencia sacerdotal donde solo estaban los sacerdotes jubilados compartiendo sus dolencias, donde las habitaciones eran compartidas y las comidas de baja calidad. La pensión le iba a salir más cara pero pensaba que iba a comer mejor y que iba a estar más independiente.

Solo estuvo Marcelo una semana viviendo en la casa que había contratado con Anita Rivera, viuda de Adolfo Sanabria. Vivía sola acompañada de una sirvienta en una casa amplia de la calle Estafeta, muy cercana a la catedral. Durante esta semana pudo darse cuenta Marcelo que Ana Rivera no había puesto una pensión para hacerse rica con ella, las comidas que le habían servido en nada tenían que envidiar a las que servían en su casa, sus habitaciones se limpiaban a diario, y el trato recibido era excelente. Sabía Anita que Marcelo se iba a ir una temporada al campo, sabía también que tenía permiso del obispo para estar allí el tiempo que necesitara para recuperarse del cansancio que le producían las obligaciones derivadas de su trabajo como canónigo de la Santa Iglesia Catedral.

A la hora de despedirse, quiso Marcelo pagarle a Anita un mes de estancia hasta su vuelta, pensaba que en un mes se habría saturado de campo y estaría deseoso reintegrarse a sus obligaciones, Anita no le permitió que le dejara dinero alguno. Pensaba que no se iba a ir sin pagar, y que si acaso lo hacía, poco iba a ser lo que podría perder, ya que por esta semana, no pensaba cobrarle nada, al considerar que era un periodo de prueba y no se lo iba a cobrar. Además, pensaba que volvería. Durante esta semana hemos mantenido una buena relación, no hemos chocado en nada, y espero que esto se prolongue, le dijo Anita a Marcelo, con lo que este se mostró muy agradecido.

Salió Marcelo Santillana en el coche de caballos que su madre le había mandado para trasladarse desde la casa de Anita de la calle Estafeta a la finca de su madre, donde pensaba pasar un mes al menos, para desintoxicarse de los latinajos, de las horas de confesionario, y de las beatas y beatos a los que a diario debía atender. Una vez que el cochero cargó las maletas y el baúl de cuero donde Marcelo llevaba el equipaje necesario para permanecer en el campo durante un mes al menos que era el tiempo que tenía previsto estar allí, subió en el coche, y desde dentro, dio la orden al cochero de que arrancara. Eran las diez de la mañana y esperaban estar en la finca alrededor del mediodía, o poco después. Hacía una buena mañana de otoño, había llovido bastante, la hierba y los sembrados estaban nacidos, y las yuntas se veían en las besanas sembrando los tardíos. A los caballos que arrastraban el coche se les notaba que iban a la querencia de la cuadra y andaban más deprisa. Entre las hierbas y los sembrados, se oían cantar las perdices. Todo el desasosiego y malestar que le habían hecho solicitar un permiso al obispo para recuperarse del cansancio crónico que le producía el trabajo de la catedral se había volatilizado antes de llegar a la casa de la finca donde pensaba descansar.

Al menos uno o dos meses iba a estar allí, ya que el obispo le había dicho que estuviera allí el tiempo necesario hasta que sintiera el deseo de volver a la catedral.

Cuando llegaron a la explanada de la casa, los olmos centenarios que envolvían la vieja mansión se estaban despojando de sus vestiduras. Delante de las puertas pararon los caballos. Tenían la lección bien aprendida. Lo habían hecho tantas veces que no habían necesitado señal alguna para hacer esta parada. En la entrada de la casa los esperaba Luisa acompañada de la mujer del guarda, con las puertas abiertas, dispuestas a hacer todo lo necesario para descargar el equipaje de don Marcelo Santillana, que era canónigo de la catedral, a cuyo servicio tendrían que ponerse el tiempo que tuviera que estar en la casa. Le tenían que preparar la comida, y todo lo necesario para que Marcelo se encontrara a gusto el tiempo que fuera a estar allí. Una vez que el cochero ató las bridas de los caballos al pescante del coche, bajó y abrió la puerta, con una reverencia le indicó a don Marcelo que podía bajar, el camino estaba despejado. Unos pasos detrás estaba Luisa esperando su llegada. Permanecía detrás en señal de respeto. Al encontrarse frente a ella, Marcelo le alargó la mano para saludarla, ocasión que aprovechó Luisa para intentar besársela. Deja los besamanos para otra ocasión. Te he adelantado la mano para saludarte. Los besamanos se cuentan entre los actos más teatrales que la Iglesia utiliza, tratando de elevar a sus ministros, con el único fin de que nos sintamos importantes, pero aquí donde estamos, ni yo necesito sentirme importante, ni tú tienes porque hacerme reverencia alguna. Agradeció Luisa con una sonrisa la deferencia que hacia ella había tenido Marcelo, y continuaron hablando, mientras se dirigían hacia la casa.

Había subido el cochero con las dos maletas, una en cada mano para no desequilibrarse y una vez que las había dejado dentro de la alcoba de don Marcelo, volvió el cochero por el baúl pensando que tendría que ingeniárselas para traerlo solo, ya que según él, Luisa tendría que estar un largo rato atendiendo a don Marcelo. También pensaba que se las iba a ver y desear para llevar el baúl donde lo tenía que dejar, y esperaba que Dios le abriera puertos de claridad para poder terminar solo, y no necesitar ayuda de nadie. Luisa se iba a encontrar mejor con el canónigo que con el baúl y por eso lo había dejado solo, para que se buscara mañas, y se acostumbrara a manejarse por su cuenta; en una palabra, que no recurriría a ella para hacer lo que le correspondía hacer a él.