Leñadores 16

Con una hora de sol abandonaban Almagro, todo apuntaba a que este día había sido un día de provecho. Para Águeda, fue un gran día, volvía emocionada a su casa, al ver cómo la habían recibido en el pueblo donde siempre había trabajado. Camino de su casa cada uno analizaba las impresiones que el día le había dejado. Desde las ancas de Rucio, observaba Rufina, con cuanta frecuencia sacaba su madre del mandil, un pañuelo y con él se limpiaba los ojos. Madre, va usted llorando. No hija, no voy llorando, voy emocionada. Este viaje me ha traído tantos recuerdos, que el pasado me embarga. He andado y desandado este camino tantas veces y son tantos los recuerdos, que la emoción hace que a mis ojos afloren  una y otra vez las lágrimas. Sólo es que vuelvo a mi senda, a la senda de mí vida y en ella tengo tantas emociones archivadas. A veces es tan hermoso volver al pasado, mirar hacia atrás, que es muy difícil aguantar las lagrimas. Pero no te preocupes, estoy contenta, aunque a veces, las lágrimas vuelvan a mis ojos.

Comprendía Rufina las razones de su madre para estar contenta. Desde que dejó de ir por ropa para ir a lavar, no había vuelto por allí, y la emocionaba la forma en que la habían recibido, lo que echaban de menos su forma de  hacer las cosas, su honradez, el recuerdo que de su marido tenían, como habían sentido su temprana muerte, el recuerdo que de sus hijos guardaban. Las lágrimas, que de forma disimulada, había visto secarse a su madre, le estaban haciendo a ella mirar hacia atrás y recordar, una a una las visitas, que durante todo el día habían realizado. ¡Cuanto se parecían unas a otras! Las mismas caras, de sorpresa, de alegría y de cariño, había visto Rufina en todas las señoras, cuyas casas habían visitado. Y esa emoción, que apenas pudo contener mientras hacía las visitas, una vez en el camino de vuelta a la casa, al mirar hacia atrás, era lo que también a ella la emocionaba ahora.

Volvía Rufina contenta del viaje, la intranquilidad que había sentido desde que convenció a Cipriano para gastar el dinero de la siega en comprar un burro, para llevar leña a vender a Almagro y traer ropa de allí para lavarla en la Higuera, le había desaparecido. Volvía tranquila, se había quitado de encima el problema que se le podía dar, si una vez comprado el borrico, no encontraban a quien venderle la leña, ni tampoco encontraban a quien lavar la ropa.

Después del día de visitas que habían tenido, la intranquilidad le había desaparecido. En todas las casas que habían visitado, encontraron una buena disposición para que fueran ellos quienes en lo sucesivo, se encargaran en hacerles estos trabajos. El apoyo que su madre le había prestado fue providencial, todos los puntos oscuros que Rufina tenía, se le habían aclarado. Con el viaje volvía contenta.

A Cipriano le quedaban muchos puntos oscuros que aclarar. Rufina y su madre habían resuelto aquel día lo mas importante. Habían encontrado trabajo para mucho tiempo, ahora lo tenían que hacer, y para eso tenían que preparar las herramientas con las que tenían que trabajar. Es la vida que pasa, se dijo Cipriano. Para resolver un problema necesitas resolver otros siete que te van saliendo nuevos, mientras resuelves el primero, y eso es así durante toda la vida. Y no te pares, si te paras, no llegas. Mientras Cipriano caminaba absorto en sus pensamientos, vio que Rucio se le había adelantado un buen tramo. Rucio, que tenía un buen tranco y que además iba a querencia de la cuadra, le había sacado ya a Cipriano cerca de un kilómetro, mientras él iba filosofando sobre lo que  necesitaba para hacer sus  cosas.

No sabía Cipriano que hacer, cuando vio a Rucio, andando con su característico y endiablado tranco, moviendo las orejas de delante atrás y de atrás adelante, con un kilómetro de distancia entre los dos, y proveyendo que dentro de poco, iban a ser dos kilómetros lo que le sacara, y de que si así seguía iban a llegar al pueblo las mujeres, una hora antes que él, al menos. Apretó el paso Cipriano, pensando que con esto iba a acortar la distancia que los separaba. No quería echar a correr, por si al sentirlo Rucio, oyendo sus pasos se asustaba y derribaba a las  mujeres.

Mientras pensaba en rebajar distancias con un paso más acelerado, le dio tiempo a pensar, que quizás, con un burro más chico y de menos fuerza se hubiera manejado él mejor, y no tuviera que ir ahora, casi trotando, y sin saber siquiera si con este paso las iba a alcanzar, o cada vez iba a estar a más distancia de ellas. Desde el camino, las había visto entrar en Valenzuela, pero cuando salía de Valenzuela y entraba en el camino de la Al Cornudilla, ya no las veía. Enseguida pensó: se han perdido, han cogido otra calle y a lo mejor van a parar al Pozuelo, o a Miguelturra, quien sabe.

Pronto se dio cuenta de que esto no podía ser. ¿Cómo se iba a perder su suegra aquí,  si toda su vida se la ha pasado andando y  desandando aquel camino. Su suegra no se podía haber perdido, era imposible. Tenía que ser, que fueran entre los recodos que más adelante había entre los olivos y que  adelante de él veía en lontananza.  Aprovechando que si ellas miraban atrás desde las olivas no lo iban a ver, rompió a correr, tratando de reducir la ventaja que le llevaban. Cuando salió de las olivas, las vio subir camino de la Al Cornudilla arriba, cerca ya del cambió de rasante del camino. Volvió a pensar Cipriano en la escuela y más que en la escuela, en unos versos del romancero popular que allí había leido y que decían:

Para las cuestas arriba,
quiero mi burro.
Que las cuestas abajo,
yo me las subo.

Cuando salió del olivar Cipriano, después de la carrera que había dado, notaba la falta de aire en sus pulmones, y vio a Rucio andar con su acompasado ritmo de tranco y orejas, pensó en lo bien que a él le vendría  tenerlo a su disposición en aquellos momentos. Por eso en aquellos momentos recordó al romancero popular, a la escuela, y a Don Eusebio, cuando les hablaba del saber popular y les decía: el saber popular viene del pueblo, guardado y trasmitido de generación en generación, por personas inteligentes. Nuestro deber es guardarlo y trasmitirlo a las generaciones venideras.

Cuando subieron la cuesta de la  Al Cornudilla, Rufina y su madre, pararon y volvieron a Rucio para ver si venía, y por donde venía Cipriano. Lo vieron venir mediada la cuesta, lo notaron cansado, el burro andaba mucho y Cipriano no podía seguir el paso de Rucio. Lo esperaron en le alto de la cuesta, desde donde ya se veía el término del pueblo. El Sol se estaba escondiendo detrás de los cerros, apenas se veían ya algunos de sus enrojecidos rayos del atardecer. Se oían cantar algunas perdices en los comederos, aunque ya muchas se veían subir hacia el monte para guarecerse de las alimañas durante la noche.

Llegó Cipriano donde ellas estaban, pidió agua, que enseguida sacó Rufina de las aguaderas dándosela a su marido,  y comentando ésta,  que el agua de Almagro no era buena, pero que no tenían otra. Permanecieron viendo el atardecer y decidieron continuar camino abajo, la noche se le iba a echar encima antes de llegar al pueblo.

Quisieron las mujeres, que subiera Cipriano en el burro, al menos hasta llegar al río. Se opuso éste, diciendo que ya había descansado, y que se encontraba en condiciones de seguir sin problemas hasta llegar al pueblo. Lo único que voy a hacer, les dijo, es ponerme delante de Rucio, para que sea yo el que fije el paso que vamos a llevar, y no él, y de esa forma no nos separamos, vamos a llegar de noche al pueblo, y aunque esta noche hay luna, es mejor que vayamos juntos. No se ha dicho, que ande ahora por aquí ningun bandolero, pero siempre se ha dicho que es mejor prevenir que curar. Eso es lo que vamos a hacer nosotros esta noche.

Se puso Cipriano delante de Rucio, e iniciaron la vuelta a la casa, Habían salido antes del amanecer, y pensaban llegar con la noche cerrada. Había sido un duro día, pero valía la pena haberlo vivido. Sobre todo para Águeda, que volvía cansada, pero sobre todo satisfecha, contenta. No es que tuviera motivos para esperar otra cosa, pero la forma en que la habían recibido colmaba todas las aspiraciones que hubiera podido soñar. Y esta especie de homenaje que había recibído era la compensación a una vida de trabajo. Al trabajo de toda su vida.

Cuando por la mañana salió de casa de su hija, salía contenta, esperaba ser bien recibida, no podía esperar otra cosa, pero que emotiva había sido la vuelta.  El recuerdo que de su marido guardaban le había hecho verter lágrimas durante todo el camino. Toda una vida de trabajo, para el final eso, un farol y una manta en el suelo. Murió tan pronto, que ni siquiera se había podido llevar, lo que ella se llevaría si se muriera esta noche, el reconocimiento al trabajo que había realizado en una profesión tan pobre como la suya, lavandera. Se había pasado la vida lavando ropa sucia, y andando un largo camino, cargada con una cesta grande de ropa sobre su cabeza.

Y él  ¿qué había sido? pastor de cabras, sin sueldo, por un trozo de pan y una poca harina de pitos, o una poca leche de cabra y como mucho una poca pringue o un poco tocino. Vistiendo la ropa y los zapatos que otros desechaban, y durmiendo entre lobos, oyendo sus aullidos durante noches enteras, con el miedo dentro del cuerpo, sin atreverse a dormir, pensando siempre en los lobos, echando lumbre en las noches junto a los tableros de los corrales de las ovejas, para que los lobos no se acercaran. Y cuando se casaron, la leña. Tenía que llevar la leña a treintaicinco o cuarenta kilómetros de donde la cortaba. Tenía que ir por ella a la sierra.  Un día, traerla desde el monte a su casa y descargarla, y al día siguiente volverla a cargar y llevarla a Almagro. Aguantar  el calor del verano y el agua, la escarcha, la nieve y el frío del invierno, sin una protesta, sin una queja. Todavía contento, porqué su familia, no pasaba hambre. ¿Cómo no se iba a morir joven, dónde está Dios, qué hace con los pobres para que así nos trate?

Cuando llegaron al pueblo hacía más de una hora que había anochecido, era una noche clara, la luz de la Luna, alumbraba las calles, y las mujeres tomaban el fresco, sentadas en las puertas de sus casas. Quiso Agueda quedarse a dormir en su casa. No la dejaron. Mañana la necesito yo en mi casa, le dijo Rufina a su madre, que tenemos que hablar de muchas cosas.