El año anterior habían ganado dinero los hortelanos, habían vendido caras las hortalizas, a Cipriano no se le iba de la cabeza, el dinero que podían ganar sembrando hortalizas, pensaba que no hacía falta dejar el negocio que tenían para sembrar la huerta. Pensaba que su hijo José podía hacerle cambiar a su madre, dado lo que esta valoraba los razonamientos de su hijo. Podían buscar un hortelano para trabajar en la huerta y él le ayudaría cuando sus ocupaciones se lo permitieran. Cansada Rufina de tener que estar todos los días oyendo a su marido relatar los mismos argumentos, un día le dijo, si tu crees que buscando un hombre y comprando un animal, vas a salir adelante con la huerta hazlo, nosotros no debemos dejar de atender lo nuestro para atenderla, eso sería un suicidio y eso no lo voy a tolerar, no solo por nosotros, sino por nuestro hijo. Compra lo que necesites, macho o mula y busca una persona en quien puedas confiar para que se encargue de regar y de buscar la gente que necesites para cuando tenga que plantar, coger o quitar hierba, pero piensa que nosotros, lo que es nuestro trabajo, el trabajo del que vivimos, no lo vamos a abandonar para ir a la huerta a trabajar.
Compró Cipriano un par de mulas, que según le habían dicho, tenían doce años y según el decía, la había comprado por un precio razonable y buscó un hombre para la temporada de la huerta, que iba desde finales de abril hasta los santos y más contento que unas pascuas se dispuso a sembrar su huerta, pensando en hacerse rico en pocos años. Su mujer lo dejaba hacer, pensaba que cuando llegara el día de los Santos, ya habría decidido sin consejo de nadie, no volver a sembrar más huertas por muchos años que viviera, y basada en este presentimiento suyo, lo fue dejando hacer. Con mucha ilusión empezó su andadura pensando que el prestigio que poco a poco había ido perdiendo ante su mujer, lo iba a recobrar con sus hortalizas. Sembró sus hortalizas y con la siembra empezaron los problemas. Empezó a darse cuenta que su mujer sabía lo que él no sabía y al mismo tiempo se dio cuenta de lo difícil que para él resultaba pensar sin equivocarse, pensar, todos pensamos, pero qué difícil es pensar bien, pensar atinadamente, como dice Rufina, eso es lo que hay que saber. No basta con saber hacer cosas y para hacer bien las cosas hay que tener una cabeza bien amueblada, que es lo que me falta a mi.
A Cipriano empezaron a sucederle los problemas, uno detrás de otro, el primer problema lo tuvo con las mulas que había comprado. Cuando las dejaban solas, con las orejas tapadas para que sacaran agua hasta mediodía una y la otra por la tarde, se dieron cuenta que al separarse de ellas, cuando las mulas pensaban que se habían ido, dejaban de andar, y solo cuando oían los pasos cerca, iniciaban su interminable camino. Las mulas viejas que Cipriano había comprado sabían de la noria muchas más cosas que Cipriano. Para poder regar no hacía falta una persona, como él pensaba, sino dos, una para regar y otra para que la mula no se parara. Trataba por todos los medios a su alcance que su mujer no se diera cuenta de los problemas que le afectaban, pero disimulaba muy mal, igual que dice Cervantes de Don quijote, se pasaba los días en blanco y las noches en negro, no dormía.
Rufina se daba cuenta de lo que a su marido le pasaba, pero nunca le preguntaba por la huerta. Había sembrado la huerta en contra de lo que ella pensaba, debía de ser él quien le buscara solución a los problemas que él se había buscado. Cipriano no dormía y no solo no dormía él, sino que a su mujer no la dejaba que durmiera, cada vez se encontraba más solo. A veces le decía su mujer, te pasa lo que al perro del hortelano, ni comes la fruta, ni dejas que se la coman. Voy a tener que irme a dormir a la alcoba de mi madre. Si no duermo de noche, me duermo de día y cuando estoy en mis ocupaciones, haciendo lo que tengo que hacer, me entra sueño y empiezo a dar cabezadas sin que pueda remediarlo, así no podemos seguir todos los días.
No se encontraba Cipriano a gusto con lo que los trabajadores hacían mientras estaban sembrando la huerta, le parecía poco, e iban a tardar, el doble de tiempo de lo que él había previsto. Iba a contarle a Rufina lo que le pasaba y esta le decía que debía de haber previsto todo lo que le estaba pasando, antes de sembrar la huerta, por eso ella nunca quiso que la sembrara, estas cosas pasan, y tú ahora te dedicas a buscar culpables. El único culpable de lo que te pasa eres tú, pudiste haberlo pensado antes y ahora no estarías así, dando tumbos de un sitio para otro, y sin saber qué hacer. Me estas poniendo las cosas muy difíciles para que pueda seguir adelante, le contestó Cipriano. Déjalo, le respondió Rufina, cuando uno se pone a hacer una obra, es porque sabe hacerla, si no sabes lo que debes hacer, es mejor no hacerla, estarte quieto.
Hacía una semana que habían terminado de sembrar la huerta y tenían que reponer las plantas que no habían agarrado, pensó Cipriano ir a reponerlas el domingo con el hortelano, si su hijo José se iba con ellos y se encargaba de arrear a la mula con una vara, para que esta no se parara. De esta forma lo podrían terminar entre los tres y en un solo día. Temía Cipriano plantearle esta propuesta a su mujer, pensaba que Rufina no iba a dejar que su hijo estuviera todo el día en el campo, con el calor que estaba haciendo aquellos días y a punto estuviera de coger una insolación. Esto hacía que Cipriano no se atreviera a decirle a su mujer, lo que quería hacer, y decidiera hablar primero con su hijo, para hacerle la propuesta, y si a su hijo le parecía bien, fuera él quien se lo dijera a su madre. Habló con su hijo, y le expuso la idea que poco a poco había ido madurando. Una vez que su hijo supo la propuesta que su padre acababa de hacerle, aceptó encantado lo que este acababa de proponerle. El mismo le propondría a su madre lo que iban a hacer el domingo.
No le gustó mucho a su madre que fuera su hijo tan ilusionado con la propuesta que le llevaba para celebrar el domingo de la forma que había ideado su padre, pero como lo había tratado con cierta dureza, cuando este fue a contarle los problemas que en aquellos momentos lo agobiaban y lo dejó irse sin que de ella recibiera nada más que reproches por haber sembrado la huerta, y al mismo tiempo, viendo ella lo animado que su hijo estaba con pasar un día en el campo, sin pensarlo mucho, decidió dejarlo. No esperaba su padre que José resolviera el problema que llevaba en sus manos, tan pronto, y con tan buenos resultados como lo hizo. Lo que pensaba Cipriano que iba a ser un problema insalvable, lo resolvió José en apenas unos minutos. Su madre le daba permiso y le había dicho, que esa noche les iba a hacer una buena merienda.
Contentos como dos colegiales, se levantaron padre e hijo para ir a reponer la huerta, desayunaron pronto, y pronto tuvo Cipriano el carro enganchado para que los llevara a la Huerta del Berrocal, a reponer los tomates y los pimientos que no habían agarrado en la primera siembra. Con la merienda que Rufina les había preparado, la vieron entrar por la puerta del patio, recogió José la merienda que su madre acababa de sacarles, y muy pronto se vieron camino del Berrocal, dispuestos a cumplir con la obra que se habían propuesto hacer, aquel día uno de mayo de hace tantos años.
Pronto llegaron a la huerta, y pronto tuvo José la mula Romera que iba a ser la encargada de sacar el agua aquella mañana, enganchada en el arte, mientras su padre le preparaba una vara para arrear a la Romera y no les faltara el agua a su padre y al hortelano, que iban a estar sembrado las plantas que se habían perdido y necesitaban reponer. Arrancaron una espuerta de matas de tomates, y otra de pimientos, y después de haber instruido convenientemente a José, lo dejaron al cuidado de la mula y se fueron a reponer la huerta, que era la obra pendiente de Cipriano y de su hortelano. La obra de José era que no se parara la mula para que el agua no les faltara a los que estaban regando.
Mantuvo José a la mula despierta, como su padre le había dicho, toda la mañana, cuando José veía que la mula flojeaba el paso, José la nombraba por su nombre y enseguida la mula recobraba su tranco normal. Habían tenido una mañana que sin ser una mañana fría, se podía decir de ella, que había sido fresquita, a las diez no hacía frío y a las once ya hacía calor. A la mula cada vez le duraba menos las prisas que le inyectaba José cada vez que le decía Romera. Tuvo que recurrir a dar un palo encima de la alberca, con la vara que su padre le había dejado para que la mula mantuviera un paso más o menos razonable, para que a los que estaban reponiendo las plantas que no habían agarrado, no les faltara el agua. Estaba José muy pendiente de que la mula continuara manteniendo el paso, eran más de las doce y el calor apretaba cada vez más y cada vez la mula andaba más despacio, a pesar de las advertencias que José le hacía con la vara.
Oyó voces, que al principio, no lograba entender, al poco, oyó una voz más clara que decía, lobo… lobo… lobo. Preocupado intentó llamar a su padre, diciendo él también el lobo … el lobo… el lobo… José nunca había visto un lobo, pero sintió miedo cuando oyó las voces que la anunciaban. Repitió varias veces la palabra lobo, tratando de avisarles a su padre y al hortelano para que acudieran. No lo oyeron, el ruido que hacían las azadas, al chocar con las piedras, mientras iban sembrando las plantas, les impedía oír las voces que daba José diciendo, lobo… lobo… lobo. Pronto tuvo José al lobo delante de él, apareció detrás de una de las esquinas de la casa, venía andando al tiempo que a él se dirigía, enseñando los dientes. Se enfrentó al lobo José con la vara que su padre le había dejado para arrear a la mula, y logró matarlo con ella. Pero el lobo logró morder a José. Cuando llegaron el hortelano y su padre, el lobo estaba muerto al lado de la reguera del agua y José estaba sangrando por una pierna y por un brazo, el lobo le había herido, y todos los síntomas que el lobo tenía era de estar rabioso.