Leñadores 9

Vieron arrancar a Anastasio y a sus hijos; levantando la mano se dijeron adiós, y en pocos minutos salieron ellos. Era ya casi mediodía cuando éstos salieron. Miró Cipriano al cielo, que lo vio blanquecino; no te preocupes, le dijo Ángel, no nos vamos a mojar en el camino, son nubes de calor, frío no va a hacer. El termómetro va a seguir subiendo hasta después de las cinco. Vamos a tener una soleada tarde y hoy no nos vamos a resfriar. Llegaron al pilar cuando no había nadie bebiendo. Iba a bajar Cipriano de la galera para acercar la yunta al agua, cuando Ángel lo retuvo por el brazo, diciéndole: déjalas, al agua van a ir solas. Como ya han venido antes y saben que en ese pilón hay agua, van solas. Desata al burro, acércalo que beba y ten cuidado que no se te escape,  le dijo Anastasio. Hizo Cipriano  las cosas como Ángel le había dicho, y una vez que el Rucio terminó de beber lo ató a la riostra de la galera y acercándose a donde estaba Ángel.  Puso un pie en el estribo y saltó al asiento con él diciéndole: le voy a poner Rucio al borrico. Sancho Panza le puso Rucio al suyo y en todo el mundo lo conocen, verás cuando yo se lo ponga a éste, qué pronto lo van a conocer en el pueblo. Rieron juntos la ocurrencia de Cipriano, y empezaron a desandar el camino. Volvían a casa.

Vio Cipriano cómo las mulas apretaban el paso y en las encrucijadas de caminos siempre cogían el camino que los llevaba al pueblo y preguntó ¿Es que éstas saben ir solas al pueblo? Mejor que nosotros, respondió Ángel. En cierta ocasión me contó un hombre, que había sido vaquero de ganado bravo en Andalucía, que cuando él tenía quince años, tuvieron que trasladar una punta de ganado de un cortijo a otro, porque los pastos se terminaron en el cortijo donde estaban. Y el cortijo a donde tenían que ir con el ganado, estaba retirado seis leguas de donde ellos estaban.  A la hora de salir, le dijo el mayoral, toma éste caballo, que ya en una ocasión hizo este viaje conmigo hace nueve o diez años. Te vas a venir  con nosotros hasta el pozo de los Alarcones, y desde allí te vas a ir solo, subiendo por el camino que cruza la sierra del Tamaral. Deja seguir solo al caballo camino adelante y cuando llegues al fondo del valle, al caballo que va a seguir  por la senda de la derecha, le dejas las bridas sueltas en el cuello, y desde allí ya no te preocupes más de él. En un cruce de caminos, que te encontrarás un kilómetro más adelante, te vas a encontrar a un hermano mío que te estará esperando al lado de una casilla. Dale estas perdices y continúa adelante por la misma senda, no le toques a las bridas del caballo. Te vas a  encontrar con varias sendas que se cruzan, deja al caballo que coja la que quiera, no te asustes, el caballo no se va a equivocar. Entre las cuatro y media y las cinco, vas a salir del monte y vas a llegar a esta misma vereda que nosotros vamos a seguir ahora. Espéranos allí, cuando nos juntemos vamos a seguir juntos hasta que terminemos el viaje.

Nosotros vamos a seguir por la vereda, no vamos a cruzar la sierra, no queremos tener bajas, se despeñarían algunas reses en el camino. Al bajar de la cresta, no saben cejar, y si ven que se quedan cortadas en cualquier peña, al ver que las otras siguen andando, se tiran y se matan, no se atreven a quedarse solas. Estas sierras son muy propensas a que en ellas haya lobos, y las vacas tienen mucho miedo a los lobos, casi todas éstas han tenido encuentros con ellos. Se defienden bien de los lobos. Cuando los huelen, forman un círculo dejando a las crías dentro, y ellas las defienden con los cuernos, y muchas veces logran que los lobos se vayan sin hacerles sangre, pero si hay muchos lobos y logran romper el círculo las bajas son grandes. Así que sigue tu camino y fíate del caballo, y aunque te parezca que se equivoca, no le toques a las bridas, que eso podría hacer que tuvieras que dormir esta noche en la sierra.

Contaba Manolillo, que así llamaban a aquel vaquero en Andalucía, que desde las ocho de la mañana, hora en que se separaron, le dio tiempo a hacer de todo, sólo vio al hermano del mayoral, al que dio las dos perdices que el mayoral le había dado para él, y al que preguntó si le faltaba mucho para llegar a la vereda y si  no iba equivocado de camino.

Contestó éste: te falta mucho, mucho, mucho, vas bien, deja que el caballo te lleve. Si llega un momento en que el caballo se para, déjalo, y espera a que el caballo rompa a andar, que el solo seguirá su camino. A veces los caballos se paran,  bien porque estén cansados, o porque duden del camino a seguir, y traten de reconstruir y ordenar sus recuerdos, en cualquier caso dejaló, y que él solo arranque a andar. Llevas tiempo suficiente para llegar a la vereda antes de que oscurezca, pero si te anochece en la sierra, no te bajes del caballo, y no te duermas, él te avisará de cualquier peligro, y deja al caballo que vaya por el camino que él elija. Él es quien te va a llevar a la vereda.

Rompió a andar el caballo mientras Manolillo iba preocupado analizando lo que el hermano del mayoral le había dicho. Las cosas que él podía hacer eran pocas, dependía por entero del caballo, y sobre todo de su memoria.

Pronto empezó a pensar en lo que le podía pasar antes de llegar a la vereda, le preocupaba mucho la memoria del caballo. Como con el tiempo las cosas se olvidan, y si esto le pasa a las personas, ¿por qué no le va a pasar a los caballos? y si esto sucedía así, si a los caballos también se le olvidan las cosas, ¿cómo iba él a llegar a la vereda? Iban pasando las horas sin que Manolillo encontrara una solución con la que pudiera arreglar los problemas que a su mente llegaban. Miraba las últimas crestas que divisaba en el horizonte, y pensaba dentro de una hora, cuando allí llegue, veré asomar el llano. Cuando allí llegaba, después de ir dos horas cabalgando, se encontraba que a una cresta le seguía otra cresta, que el caballo cambiaba el sendero que iba siguiendo y se adentraba en otra dirección. No veía a nadie, sólo alicuando oía algún pajarillo que avisaba a otros de su llegada. A su mente volvían los malos presagios, ya no era  la memoria del caballo lo que le atemorizaba, ya era la llegada de la noche y con la llegada de la noche, la llegada de los lobos.

Le dio tiempo a todo, a confiar en el caballo y a confiar en su privilegiada memoria, a dudar de ella, a hundirse en el más oscuro desamparo, y a volver a confiar en el caballo que montaba. Y de pronto volvía a hundirse en sus más oscuros pensamientos, la noche y los lobos. Mientras cabalgaba atormentándose con sus más oscuros presagios, logró oír en la lejanía ruido de cencerros y entre ellos logró distinguir el cencerro de uno de los cabestros que iban con las vacas. Era el cencerro de Pizarro, y era Pizarro el cabestro al que los otros cabestros obedecían.

Había visto Manuel, antes de oír los cencerros, cómo el caballo inclinaba las orejas hacia donde después empezó él a sentir los cencerros, y vio cómo el caballo empezaba a aligerar el paso. Había terminado la pesadilla, el miedo había terminado. Subieron la última cuesta y divisaron el llano, relinchó el caballo y cinco minutos después llegaban a la vereda cuando ya se oían de cerca los cencerros de los cabestros, y detrás de una cuesta aparecían los primeros cabestros y las primeras vacas. Desde este momento, Manolillo aprendió a valorar a estos animales. Bajó del caballo y entre lágrimas besó y abrazó al animal.  Cuando a él se acercaron los otros vaqueros, todavía  tenía Manuel lágrimas en sus ojos.

Le preguntó el mayoral si había pasado miedo y éste le contestó: he tenido miedo y me ha pasado de todo, he aprendido a dudar de las personas, y al mismo tiempo a confiar en los caballos.

Después del relato de Ángel, callaron unos momentos. El silencio lo rompió Cipriano diciendo:  qué poco sabía yo de los caballos, de los caballos y de los animales, en lo sucesivo los voy a valorar más. He aprendido mucho en esta feria, y lo que tú acabas de contarme, no lo voy a olvidar nunca. Comieron un poco y continuaron hablando durante el camino. El pueblo cada vez esteba más cerca. Cipriano volvía contento, no podía contener su alegría. Desde el camino, al coronar una cuesta, divisó la torre de la iglesia y exclamó: ¡Estamos en el pueblo!