XX. Exterminio programado

A la familia de Luisa le afectó mucho el golpe de los militares del año treinta y seis. Sobre todo a Lucrecia, que pensó que todo había terminado desde el primer momento. Sabía por su familia lo que había pasado en Asturias y cuando supo que el ejército de África se había levantado en armas contra la República, pensó que todo estaba perdido. El triunfo del Frente Popular solo había sido un espejismo, una quimera. Muy pronto supo lo que estaba pasando en Andalucía y Extremadura. Conocían a través de la familia de su hermano Anselmo cómo el golpe militar había triunfado en gran parte de España. Con el pequeño aparato de radio de su hermano se iban enterando del desarrollo de la guerra, y al mismo tiempo, sabían cómo se iba desarrollando la represión en las tierras conquistadas por los golpistas. Luisa y su tía Lucrecia, estaban aterradas, sobre todo Lucrecia, que era la más afectada, aunque toda la familia tenía miedo a lo que pudiera pasar. Pensaban lo que podían hacer los africanistas, si sus ejércitos llegaban al pueblo en que vivían. Y las enormes dificultades que tendría que soportar la república, si lograba vencer a los ejércitos sublevados.

Trataba Luisa de infundir ánimos a su tía Lucrecia, y esta a su vez procuraba hacerle ver a su sobrina que sus palabras le infundían ánimos y la tranquilizaban, pero esto no era verdad. Lucrecia pensó desde el primer día que la República estaba perdida. No quería hablar con su sobrina de lo que ella pensaba sobre la guerra, pero ella pensaba lo peor. Pensaba Lucrecia en los falangistas, los oía en sueños llamar a su puerta y preguntar por Luisa, y por Lucrecia a la vez, diciendo: Luisa y Lucrecia, salid con los brazos en alto. Estáis detenidas. No intentéis escapar la casa está rodeada, no podéis hacer otra cosa, que no sea entregaros. Salid en nombre de Falange. A veces, mientras soñaba y veía falangistas por todas partes, lanzaba un quejido, un ¡ay! que hacía despertar a Luisa de sus sueños y decirle a su tía: despierta tía, nadie está llamando en la calle todavía, ni los moros ni los falangistas van a llegar esta noche, tranquilízate y duerme. Lo que ha de ser será. Son las pesadillas de siempre, que no me dejan, es el miedo que no me deja dormir.

A veces Lucrecia contaba sus sueños a su sobrina y a veces se echaban la una a la otra la espalda intentando dormir. Esto pasaba con mucha frecuencia, casi a diario. Luisa iba todos los días al Ayuntamiento y hacía las guardias acompañada del miliciano o miliciana con quien le correspondía hacerlas. Estaba preocupada siempre por las incidencias de la guerra, igual que sus compañeros, sus compañeras o su familia.

Los golpistas seguían poco a poco ganando terreno y exterminando enemigos. No podían avanzar e ir dejando enemigos atrás, que después se pudieran levantar contra ellos en la retaguardia y tuvieran que volver sobre sus propios pasos para exterminar a los que dejaron, decían. Las consignas recibidas eran lo suficientemente claras, había que exterminar a los enemigos, decían, y sus enemigos eran los enemigos de Dios, los enemigos de la Patria, en pocas palabras, había que exterminar a los rojos y la palabra rojos, incluía a todos los que no estaban con ellos, los rojos eran muchos. Los rojos tenían que ser exterminados sin contemplaciones y aunque la reconquista de la Patria fuera más lenta, a la vez que se avanzaba, tenían que ir exterminando de los enemigos de Dios y de la Patria, que a la vez eran nuestros enemigos y los enemigos del Imperio, de los Reyes Católicos y de Carlos V, los enemigos de la religión.

Franco, que no era un buen orador, ni siquiera regular, tenía un cerebro poco poblado, con escasas ideas, pero bien arraigadas. Era machacón a carta cabal, todo el que lo escuchaba, salía enterado de sus ideas. Brillante en sus exposiciones no era, pero repetitivo sí. Los militares que lo siguieron en el golpe y sus ideólogos, aprendieron enseguida las pocas ideas que el Caudillo tenía almacenadas en su cabeza, y al mismo tiempo aprendieron lo bien arraigadas que las tenía. Aprendieron también que el no estar de acuerdo con sus ideas llevaba aparejado penas de reclusión mayor a muerte y otras penas mayores. Causa esta que le permitió, permanecer en el poder durante casi cuarenta años. Una vez muerto, a sus ideas, las llevó con él, y enterradas con él permanecen.

Quiso dejarlas con nosotros para siempre, pero el tiempo no le ha permitido que perduren por los siglos de los siglos, como el esperaba y quería. Pero como dice un viejo refrán castellano: el hombre propone y Dios dispone. Con la esperanza de que con él permanezcan a lo largo de los siglos, vamos a dejar a Franco y a sus seguidores aparcados en el recuerdo, con la esperanza de poder terminar este relato, sin que tengamos que volver a ellos.

Luisa y su familia sabían que ellos entraban de lleno dentro de las coordenadas que Franco y sus generales habían establecido para limitar el exterminio programado. Luisa y su familia confiaban en la República. Pensaban que no lo iban a lograr. Solo su tía Lucrecia pensaba lo contrario, sabía que sí lo iban a lograr. Si ellos en el normal desenvolvimiento de la guerra van ganando terreno en todas las batallas y al mismo tiempo en las tierras conquistadas, continúan exterminando a los opositores que sobreviven a las batallas, no me queda la menor duda, que nosotros vamos a estar entre los exterminados. Nosotros al frente no vamos a ir, los hombres de la familia, por su edad, al frente no los van a llevar, pero nuestro pensamiento es de izquierdas y anticlerical, y de esos hasta ahora no se salva nadie, ni de las tierras donde el golpe ha triunfado, no de las tierras que con posterioridad van conquistando, y lo mismo pasa con las ejecuciones, las torturas y las violaciones, que a diario realizan los falangistas y las divisiones de moros y legionarios que han traído de África. Por eso dormía tan mal, y por eso sentía esos golpes en la puerta de su casa mientras estaba dormida, hasta que su sobrina la despertaba.

Luisa procuraba pensar más en lo que tenía que hacer, que en lo que pudiera pasar. Pensaba que lo que estaba pasando en otras zonas de España podía pasar en esta y por supuesto lo temía. Pensaba: lo que ha de ser será, estamos donde estamos, y ni podemos, ni debemos volver atrás. Si mi destino ha sido defender a la República, voy a tratar por todos los medios a mi alcance de cumplirlo con dignidad. Esto no lo comentaba con nadie, pero estaba resuelta a llevarlo a cabo con todas las consecuencias. Trataba de infundir ánimo en su familia, entre sus compañeros y compañeras, entre sus amigas y amigos.

Ahora lo que tenemos que hacer es defendernos, y si un día tenemos que llorar entonces lloraremos, pero antes no. Cuando todos perdían los ánimos, las palabras de Luisa servían para levantar la moral a quienes la escuchaban y darle fuerza a todos. Tenían que resistir, como había dicho Indalecio Prieto en uno de sus discursos: Con pan y sin pan, la guerra tenemos que ganarla. Desde que Luisa volviera a su pueblo, desde el hospicio provinciano, donde había permanecido dieciocho años, (desde los dos hasta los veinte años que tenía) había adquirido un gran prestigio entre las clases trabajadoras, y sobre todo entre los jóvenes. Fue la primera mujer en ofrecerse para defender la República. La primera en armarse para su defensa. Su prestigio como mujer hermosa, valiente y brillante oradora, le hizo ser querida y admirada por todos los que a su clase pertenecían. Era considerada como la mujer más inteligente y progresista por toda la juventud en Alameda de la Mancha.

Procuraba siempre guardar sus miedos ante los demás, no quería que nadie se diera cuenta de sus miedos, aunque la procesión iba por dentro y por eso se decía a sí misma, ahora es tiempo de lucha, no de llantos. Sabía que el ejército de la República estaba luchando contra Franco y los militares africanistas, que se alzaron en armas contra la República. Conocía los medios con los que las tropas rebeldes contaban para amedrentar las tierras conquistadas. Eran las mismas armas que utilizaron contra los vencidos marroquíes: torturas, violaciones y ejecuciones. Contaban además con la ayuda incondicional de los ejércitos alemanes e italianos, que a la vez contaban con sus sofisticadas armas. Para Luisa pensar en ganar, era una utopía, pero había que agarrarse a ella.

Había llegado a Luisa el relato de un periodista americano, que mientras entrevistaba a el Mecían, coronel marroquí que pertenecía a los regulares del ejército rebelde, que más tarde fue general en el ejército de España en África y después, ministro del ejército de Marruecos, al independizarse este de España y Francia. Mientras el periodista entrevistaba a este coronel, que siendo marroquí había hecho su carrera militar, en el ejército de ocupación de España en Marruecos, que era su patria y en ese momento estaba siendo traidor a los suyos.

Contaba el periodista americano que, mientras hacía la entrevista a este militar, iban paseando por una carretera cercana a un pueblo de Ávila, cuando vieron venir a un grupo de soldados que traían a dos muchachas prisioneras que habían detenido, mientras paseaban por la carretera a las afueras del pueblo. Tenían documentación y una de ellas estaba afiliada a una central sindical. Eran hermanas, tenían diecisiete y diecinueve años. Continuaron el periodista y el coronel haciendo la entrevista, mientras los soldados se dirigían al cuartel con las dos prisioneras.

Terminada la entrevista, el periodista junto con el coronel, regresaron al cuartel, al preguntar por las prisioneras, los que allí estaban dijeron que ya se las habían dado a los soldados regulares que allí estaban, que ya las tenían en sus manos. Pasaron a verlas. Protestó el periodista ante el coronel, exigiendo que sacaran de allí a las chicas. A lo que el coronel, que después fue general en el ejército de España, cuando Franco era generalísimo de sus ejércitos y caudillo, y ministro del ejército, en el gobierno del rey Mohamed V una vez que Marruecos alcanzó la independencia, viendo en el estado que se encontraban las muchachas, con una sonrisa en sus labios contestó al periodista, en las condiciones que se encuentran, no van a durar cuatro horas.

Conocía Luisa y su familia muchos hechos de la represión que llevaban a cabo los falangistas, los curas, los guardias civiles, el ejército, los lacayos de muchos terratenientes y caciques, que les ponían el bello de punta. No quería que su tía Lucrecia se enterase de las cosas que ella sabía. Pensaba que si el ejército de Franco ganaba la guerra, lo que estaban haciendo en otras zonas de España, las iban a sufrir aquí. Sin embargo le preocupaba como iban a aceptar los represaliados por Franco y sus gentes lo que la República pudiera hacer con aquellos, que habiéndose apoderado de los pueblos y tierras de España con las armas que España le había dado para su defensa, las habían utilizado para robar, torturar, violar y masacrar a su población. ¿Qué iba a pasar en España, nos teníamos que estar matando siempre unos a otros, lo llevamos en la sangre, no podemos pensar de otra forma? Pero ¿quién le decía a una familia, que siempre había sido respetuosa con el prójimo, y había visto caer bajo las balas a los suyos, que había que perdonar? ¿y quién iba a perdonar a los curas que hacían enterrar a los muertos procedentes de las ejecuciones a las puertas de sus iglesias, para que la gente los pisara al pasar, porque eran rojos, o a los que entregaban a las chicas para ser violadas y esperaban a que los desalmados encargados de violarlas terminaran su macabra obra, para después ofrecerles los sacramentos, antes de que las ejecutaran? ¿qué iban a hacer, con los que iban a ver las ejecuciones a las tapias de los cementerios, para después quedarse a tomar curros, en los puestecillos preparados para el evento, invitando a los curas que iban a darle los sacramentos, a los que iban a ejecutar, y si a bien venía a los verdugos que los ejecutaban? ¿y qué iban a hacer con Franco, con Millán Astray, con Queipo Llano, con Mola, con Castejón, con Yagüe, y con tantos otros, llenos de sangre hasta por encima de las orejas?

Es muy difícil hacer justicia, y al mismo tiempo, es también muy difícil que no haya venganza. Un país que no logre hacer unas leyes justas, y que no logre que los habitantes que lo pueblen sean respetuosos con ellas, esta abocado a no poder vivir en paz nunca. Tenemos que pensar que cuando unos ganan otros pierden. No son las heridas de sangre las que mejor cicatrizan. La sangre de las heridas nunca se seca, el tiempo no las borra. Tal vez le pase eso a esta vieja piel de toro. Tiene tantas heridas sobre ella, se le han puesto tantas puyas, se han puesto tantas banderillas, se han dado tantas estocadas, y tantos descabellos, que ya no le queda sitio para poder ponerle un arpón más. Por eso rezuma sangre por todos los poros de su cuerpo.

Creía Luisa que esta forma de pensar en España eran fruto de querer desviar la atención de lo que verdaderamente la obsesionaba, que era el fin de la guerra. Si Europa no intervenía, la guerra estaba perdida, poco quedaba por hacer si la guerra europea no empezaba pronto. La llegada a su puerta de los falangistas, de los guardias civiles, o de los moros iba a ser un hecho duro y triste, por eso muchas veces desviaba sus pensamientos a otros temas, no quería pensar en la cárcel con lo que esto llevaba aparejado, ni en el pelotón de ejecución. Pero a veces, cuando trataba de mirar para otro lado las lágrimas enturbiaban sus ojos.

Otras veces mientras repasaba su vida, y trata de poner sobre los platillos de una balanza, sus horas tristes y sus horas alegres, veía cómo el plato de las horas tristes arrastraba al plato de sus ratos alegres. Procuraba siempre estar con alguien para no pensar, para no mirar al futuro, para que las lágrimas no enturbiaran sus ojos. Era muy duro para ella otear el horizonte que intuía. Habían sido tan pocos los buenos días vividos, y había concebido tantas esperanzas. Cuando miraba hacia adelante y veía como su proyecto de vida se diluía como azucarillo en el agua, la invadía una agria melancolía, y la tristeza llegaba a todas las células de su cuerpo.