XXIV. La guerra

A los republicanos les preocupaba el desenvolvimiento de la guerra, la pérdida continuada de pueblos y ciudades, que de forma lenta se venía realizando ante los sublevados, los estragos que la aviación alemana causaba en los frentes, y las ejecuciones, torturas y violaciones llevadas a cabo por los somatenes, guardias civiles, carlistas y falangistas, que junto a los pelotones de ejecución del propio ejército se encargaban de ejecutarlas. Habían puesto tantas esperanzas en la República, quedaban tantas cosas que hacer en España, que no podían siquiera imaginar lo que podría pasar si la guerra la ganaban los sublevados.

En las reuniones entre amigos, en las familias, en los mítines, cuando tratando de levantar el ánimo a la población venían oradores de la capital o de los pueblos más grandes, sindicalistas y oradores locales que necesitaban intervenir para que los ánimos no decayeran. Al  abandonar una reunión, al dejar  la mesa camilla sobre la que habían estado hablando en familia, salían esperanzados en el triunfo de la República, pensaban que iba a ser una guerra larga, que iba a costar muchas vidas, que se iba a derramar mucha sangre, pero que la República se iba a imponer a los rebeldes. Recordaban el no pasarán de Pasionaria, y se sentían fuertes. Pero al quedarse solos, al acostarse, en sus sueños, se perdía todo atisbo de esperanza. ¿Cómo iban a ganar, qué les hacía pensar eso si la España republicana cada vez era más pequeña y la España de los sublevados, cada día se hacía mayor?

Pero ¿cómo iban a ganar si los rebeldes cada día tenían más apoyos italianos y alemanes, y de la República no se acordaba nadie?  La guerra europea no estallaba, el gasto de la guerra, para un país empobrecido como el nuestro, no se podían asumir, el oro del banco de España estaba a punto de terminarse, se necesitaba para pagarle a Rusia las armas que nos suministraba. Lo único que la República podía aportar para su defensa eran hombres envejecidos, sin fuerza, sin instrucción, con muchos años, y sin ánimos para la guerra. Las madrugadas se hacían eternas para los defensores de la República. ¿Cuántos muertos le costaba todos los días a la República los bombardeos de la aviación alemana, hasta cuándo se iba a poder aguantar?

¿Cuándo iba a terminar, y qué iba a pasar después, cuando ya no hubiera medios para defenderse? No querían pensar en el final de la guerra durante el día, pero la noche era otra cosa, y por las noches no tenían otro remedio. Eran las noches tan largas, y los presagios eran tan tristes, que se hacían interminables. Los rebeldes seguían con su duro y perseverante avance, poco a poco, iban recortando distancias, y a sus seguidores el miedo, que al principio sintieron, poco a poco lo fueron perdiendo. Al terminar el mes de diciembre del año treinta y seis, cuando logró la República controlar a las masas, y en la zona republicana dejaron de realizarse las ejecuciones y los saqueos, la España franquista respiró tranquila. La guerra se iba a ganar, era cuestión de tiempo, pero la guerra estaba ganada y ya vendrían tiempos mejores. Mientras tanto ellos seguían con su limpieza, continuaban robando, violando y matando, la costumbre de ir a ver las ejecuciones junto a las tapias de los cementerios se fue extendiendo en las zonas recién conquistadas y los puestecillos para tomar chocolate con churros cerca de las tapias de los cementerios donde se habían realizado las ejecuciones se fue extendiendo. También esto servía para celebrar el evento de las ejecuciones a la gente de pro, como ellos se llamaban, a los seguidores del golpe, a los franquistas.

En Alameda de la Mancha, que no se había ejecutado a nadie, que a nadie se había violado ni torturado, tenían la esperanza, en caso que los franquistas ganaran la guerra, de ser respetados. Los votantes del Frente Popular celebraron su triunfo en las elecciones del dieciséis de febrero del treinta y seis, pero ahí acabó todo. Hubo algunas detenciones, entre los que consideraban que podían ser partidarios del golpe, y que una vez que fueron interrogados correctamente en la capital, fueron devueltos a su casa,  después de pedirles disculpas. Tenían la esperanza de ser respetados, aunque la verdad era que no se fiaban mucho. Había gente entre los que consideraban partidarios de Franco, que no le inspiraban confianza alguna. Pero en las circunstancias que se vivía, para no ahorcarse, tenían que confiar en algo.

Las tropas de los sublevados continuaron con su avance sobre la zona republicana, y a la vez con el exterminio de los republicanos, a los que ellos llamaban rojos. Con el paso de los días, y la pérdida continuada de batallas importantes por las tropas republicanas todo hacía preveer lo peor para la República, cada vez era más difícil confiar en la victoria. Y cada vez resultaba más difícil confiar en los sublevados, a tenor de los informes que se recibían de los frentes y de las zonas conquistadas. Nada bueno se podía esperar de los sublevados. La República estaba perdida, el exterminio iba a continuar. Después de la batalla del Ebro se perdieron todas las esperanzas. Solo quedaba esperar el dolor y  el llanto.

El presidente de la República, Don Manuel Azaña, formó un nuevo gobierno a finales de mil novecientos treinta y ocho, con el único fin de negociar la rendición de la República. Trataba de buscar una paz honrosa, evitar que continuara el exterminio. No se pudo lograr esta rendición,  Franco no aceptó negociación alguna, la República estaba perdida.

En febrero del treinta y nueve cayó Cataluña, el coronel Casado  intentó dar un golpe de estado apoyado por Don Manuel Besteiro, prestigioso dirigente socialista, para entregar la República a los sublevados, intentando evitar el baño de sangre que todos esperaban, no logró triunfar, los venció la República. Cuando cayó la República, el uno de abril del año treinta y nueve, el coronel Casado y Don Manuel Besteiro fueron  hechos prisioneros y juzgados por sendos juzgados militares. El coronel Casado fue condenado a muerte y ejecutado de inmediato. Don Manuel Besteiro también fue condenado a muerte. Su pena le fue conmutada por la de treinta años de reclusión. Tenía sesenta y siete y estaba gravemente enfermo.  Fue ingresado en la cárcel de Carmona y sometido a la férrea disciplina del penal, donde tenía que fregar suelos, limpiar letrinas, y hacer los trabajos domésticos que le encargaran sus carceleros, murió nueve meses después. Había sido catedrático de  la Universidad Central, y uno de los más destacados ideólogos del partido Socialista Obrero Español. Un discípulo suyo, que actuó como fiscal del tribunal que le condenó, pidió para el la pena de muerte, a  pesar de haber reconocido su gran talla intelectual y moral, pero al haber practicado con ideas peligrosas, que habían dado lugar a una guerra, es por lo que solicitaba para él la pena capital, fueron sus palabras.

La República estaba al borde del precipicio, en los puertos del Mediterráneo se agolpaba la gente, intentando embarcar, no importaba el destino, tenían que salir, donde fuera y como fuera, no tenían otro remedio. Los caminos se llenaban de huidos buscando la frontera francesa, el gobierno se trasladó desde Valencia a Barcelona. Francia no quería exilados, el gobierno francés no quería problemas con la Alemania Nazi. Con las fronteras cerradas, la gente trataba de alejarse de los puestos fronterizos y entrar por donde no hubiera gendarmes que lo impidieran. Llovía, los caminos embarrizados, que se dirigían a la frontera francesa, iban atascados de gente, que buscaba salvarse, iban en coches, camiones, carros, animales de carga, bicicletas, dándose la circunstancia de que los que iban andando pasaban a los carros, los carros pasaban a las bicicletas, y las bicicletas pasaban a los coches.

Don Antonio Machado fue evacuado por la República de Madrid a Valencia al empezar la guerra. Cuando Valencia dejó de dar seguridad a su estancia en esta ciudad, fue trasladado a Barcelona y cuando Barcelona dejó de dar seguridad a la República fue trasladado junto con su madre de ochenta y cuatro años,  su hermano José, profesor de dibujo, la esposa de este y el escritor Corpus Varga, desde Barcelona a Francia por el paso fronterizo  de Port Bou. Salieron del alojamiento donde estaban hospedados el veintiséis de enero del año treinta y nueve por la mañana, en un coche que le proporcionó el gobierno de la República, llovía y continuó lloviendo durante todo el día. Fue un viaje accidentado, tuvieron que dejar sus equipajes al borde de la cuneta. El camino embarrado no le permitía al coche continuar con tanta carga. Se tuvieron que despojar de muchas de sus pertenencias, y continuar adelante con lo más imprescindible. Continuaba lloviendo, el camino cada vez estaba peor, la carretera iba llena de gente, muchos iban andando, mojados hasta los huesos. Muchos coches se veían al borde de las cuneta, que habían quedado averiados. Continuaron adelante muy despacio, el coche empezó a perder fuerza, nos vamos a quedar en el camino, no vamos a llegar, dijo el conductor.

El coche empezó a ratear,  y muy  pronto se quedó parado. Abrió el conductor el capó, durante un rato estuvo tratando de arreglarlo, cerró el capó y de nuevo intentó arreglarlo, marchaba la batería, pero al motor no lograba moverlo. No podían continuar, tenían que abandonar el coche y continuar andando hasta la estación de Por Bou, tal vez encontraran algún vagón vacío donde poder dormir.

Salieron del coche y empezaron a andar, a Doña Ana Ruiz intentó llevarla en brazos su hijo Antonio. Era imposible, no tenía fuerza, no pudo con ella. Tuvo que llevarla el escritor Corpus Varga, era más joven y no estaba enfermo. Viendo el cúmulo de dificultades que se le almacenaban, Don Antonio hizo el siguiente comentario, tal vez hubiera sido preferible haber esperado la muerte en cualquier cuneta, esperando que las balas de cualquier pelotón de ejecución acabasen contigo. Entrada la noche llegaron a la estación de Port Bou, trataban de coger un tren que les llevase a París, era imposible, trenes no salían hasta el día siguiente. Les ofrecieron en la estación un vagón para pasar la noche hasta que al día siguiente pudieran salir. Quisieron comprar los billetes, pero otro nuevo contratiempo se unía a los ya pasados, los billetes no pudieron comprarlos en taquilla, las pesetas de la República  carecían de valor, el dinero que llevaban no les servía para nada. El veintnueve de enero llegaron a Collioure. Don Antonio murió el veintidós de febrero y su madre tres días después. En el cementerio de este pueblecito francés están enterrados. Va a hacer setenta y cinco años que yacen allí. Desde entonces, todos los días  llegan a su tumba flores y visitas, francesas y españolas.