Guardo un emocionado recuerdo del Trenillo. La primera vez que lo vi fue uno de los primeros días de diciembre de 1947. Había terminado la matanza en casa de mi tía Amparo, y mi tío Fernando, que se iba a ir a Córdoba aquella tarde, tenía que ir a la estación de Hernán Muñoz, más conocida por el Cortijillo. Como habían sido los días de la matanza en aquella casa y terminaron de matar los cerdos dos días antes, mi padre que había estado toda la mañana en el despacho, quiso que me fuese con él para comer en mi casa, a lo que se opusieron mis tíos diciendo que era sábado, y como todos los sábados en la escuela sólo teníamos que ir a la doctrina, era mejor que me quedara. Vi el cielo abierto cuando mi tío Fernando le dijo a mi padre que me quedara, que después de comer me iba a ir con él a llevarlo en el coche de mulas al Cortijillo. Hace un buen día, y le va a gustar al chico darse un paseo en el coche de mulas, con el buen día que hace hoy. Lo vas a pasar mejor en el campo que en la catequesis, me dijo mi padre. Se despidió mi padre de su hermano, y pronto estuvimos sentados a la mesa del comedor de mi tía Amparo, junto a ella, mi tío Fernando y yo. Eramos los únicos comensales que allí ibamos a comer.
Hablamos poco durante la comida, algunas palabras intercambiaron mis tíos, y yo contesté a algunas preguntas que me hicieron. Durante la comida, sólo se oía el ruido que el carbón hacía al arder en el canastillo de la estufa, el tictac del reloj, el ruido del timbre que mi tía tocaba para que la criada encargada de servir la mesa viniera a retirar los platos, a traer agua, o cualquier otra cosa que en la mesa se necesitara, y el murmullo que desde la cocina llegaba de los gañanes, criadas y matanceras, que allí estaban comiendo.
Llegó la criada, y llamando con los nudillos en la puerta del comedor donde estábamos dijo: Don Fernando, ya está David con el coche enganchado esperándoles en la puerta. Enseguida vamos, estamos terminando de comer, le contestó mi tío desde dentro y dirigiéndose a mí, dijo: tenemos tiempo suficiente para terminar y llegar a la estación, hay tiempo para todo. Y poco después salíamos.
Arrancaron las mulas, y cuando apenas habíamos andado unos metros, al llegar a la esquina de la Ermita tuvo David que parar el coche, para que pasaran los chicos de la escuela, que cogidos de la mano iban a la catequesis. Me miró mi tío y riéndose dijo: de esta catequesis ya te has librado.
Desde el coche parado y mientras pasaban los chicos a la doctrina, oímos que una mujer le decía a David: ha muerto Jacinto el de Manolito, he visto como salía su hermana Idita de la casa y llorando se llevaba al hijo mayor de Jacinto, que iba con los chicos de la escuela. Desde los cristales delanteros del coche pude ver a la mujer que hablaba con David, y al mismo tiempo pude observar cómo le iban cayendo las lágrimas mientras hablaba.
El hijo mayor de Jacinto, también se llamaba Jacinto. Era el mayor de los cuatro hermanos, que al morir su padre a los veintinueve, quedaba huerfano a los ocho años, junto a su hermana Josefina, de seis, su hermano Daniel, de cuatro y su hermana Felicia, que apenas tenía un año. El hijo menor de Manuel Ciudad, más conocido por Manolito era Jacinto, que acababa de morir en aquellos momentos. Su padre Manolito, había muerto en un campo de concentración, donde se lo llevaron una vez terminada la guerra civil. Los hijos de Manolito, igual que su padre tambien fueron encarcelados al terminar la guerra. ¡Qué alto precio tuvo que pagar aquella familia a los vencedores, por haber sido simpatizantes de la República y del Partido Socialista, unica acción de la que pudieron ser acusados!
Jacinto, el hijo de Jacinto, el nieto de Manolito, era mi amigo, tenía ocho años cuando lo sacó de la fila de los niños que iban a la catequesis, su tía Idita. Todos los días íbamos juntos a la escuela y con Alín, mi otro amigo muerto, íbamos con mucha frecuencia a las casas de cualquiera de nosotros, a buscarnos, a jugar un rato, o a hacer cualquier otra cosa que se nos ocurriera.
Jacinto, el hijo de Manolito, el padre de mi amigo Jacinto, el que apenas llevaba unos minutos muerto, era un hombre bueno, correcto y educado. Durante el viaje que hicimos al Cortijillo, lo fui recordando durante todo el tiempo. Lo recordaba sentado en la mesa camilla del comedor de su casa, siempre arreglado, afeitado, limpio, preocupándose de nosotros, de lo que en esos momentos nos ocupaba, con su aspecto desmejorado y triste, con la muerte reflejada en la cara. Vino enfermo de la guerra y no llegó a recuperarse.
Llegamos a la estación, con tiempo suficiente para que mi tío sacara el billete. Poco después, oímos el pitido del tren que se acercaba. Llegó el trenillo a la estación con el triste y quejumbroso ronquido que le caracterizaba. Envuelto en el humo de su débil locomotora. Con una pequeña bandera roja lo recibió el jefe de la estación, haciéndole parar con los movimientos que con la bandera le hacía. Un fuerte chirriar de hierros en movimiento nos hizo ver que el tren intentaba pararse. Al fin el tren paró en el sitio que tenía asignado.
No bajó nadie en la estación. Subió mi tío al Trenillo con la esperanza y la duda de poder llegar a Valdepeñas a tiempo de coger el expreso de Andalucía y poder estar en su casa de Córdoba al tiempo de la cena. No le seducía la idea de tener que esperar veinticuatro horas más en el viejo y destartalado hotel París, de la calle Seis de Junio de Valdepeñas, mientras llegaba el expreso del día siguiente.
Con esfuerzo y cierta lentitud logró arrancar el Trenillo, y poco a poco fue cogiendo velocidad con dirección a Calzada. El camino le era propicio, iba cuesta abajo. Lanzó dos quejumbrosos y estentóreos pitidos y se perdió en la niebla.
Nos dirigimos adonde dejamos el coche, enganchó David las mulas, subí con él en el pescante del coche y otra vez la muerte de Jacinto, el hijo de Manolito, el padre de mi amigo, vino a ocupar nuestros sentimientos.
Empecé a ejercer como maestro de una escuela pública en Puertollano, durante el curso 63-64. Me dieron escuela, después de llevar un curso en un grupo escolar que había junto a la escombrera de las minas del Terry, en el grupo escolar “Virgen de Gracia”, y el aula que me asignaron estaba en la planta de arriba, pegado a la iglesia. Sus ventanas no daban a la explanada que hay delante de la iglesia, miraban al Norte, miraban a la estación del Trenillo. Al asomarme a las ventanas de mi nueva aula, aparcado en la estación, estaba el Trenillo. Llevaba varios años estacionado y olvidado allí. Se habían llevado los vagones de mercancías, y los de los viajeros. Quedaba la locomotora y tres o cuatro vagones de transportar ganado. Parecía estar esperando la llegada del jefe de estación, con su bandera roja, para darle la salida.
En 1826 empezó a publicarse el Atlante Español, diccionario enciclopédico, que empezó publicándose en Madrid bajo la dirección de Don Sebastián Miñani, y que tenía como fin reflejar en él la historia, vida y costumbres de todos los pueblos de España. Como otras muchas obras importantes iniciadas en España quedó sin terminar.
Al publicarse en 1826 este diccionario, decía al referirse a Aldea del Rey: “Pueblo de España de 2800 habitantes, de la provincia de la Mancha. Tiene una plaza cuadrilonga, en donde está el ayuntamiento y el pósito, una mina de oro y plata en la Solana de la Higuera, en donde hay un afamado lavadero, tiene también una fuente de aguas delgadas de un agrio suave. Sus principales industrias, son tres fábricas de jabón, tres telares, una fábrica de ladrillo y teja y otra de cal. Sus principales productos son la leña que saca de sus montes, produce también trigo, cebada, y garbanzos. Se celebran sus fiestas patronales el 23 de abril, día de San Jorge, y el ocho de septiembre, día de la Virgen del Valle. Linda por el Este con Granátula y la Calzada de Calatrava”.
Hace ciento ochenta y cinco años que se publicó el diccionario enciclopédico de Don Sebastián Miñani. Desde entonces, han pasado tantas cosas. Se han abierto tantas ilusiones, se han quedado tantos proyectos sin terminar. Hace ya muchos años que leñadores y lavanderas no se ven pasar camino de Almagro a llevar sus mercancías, ni los arrieros con sus reatas se ven pasar por los caminos, ha desaparecido el pósito, que después fue cárcel, de la plaza cuadrilonga del que nos hablaba el diccionario de Don Sebastián Miñani. Ha desaparecido el afamado lavadero, continúa abandonada en la falda de la Solana de la Higuera la mina de oro y plata, que Felipe II concedió al caballero de la Orden de Calatrava, Don Juan Fernández de la Cerda, para que la beneficiase. Desaparecieron las tres fábricas de jabón, los tres telares hace muchos años que dejaron de funcionar. De la fábrica de ladrillo y teja, también desaparecida ya nadie se acuerda, sólo queda el nombre del paraje donde estuvo ubicada. Y de la fábrica de cal, no he encontrado a nadie que haya tenido noticias de su existencia. Tal vez fuera un simple calerín como los que hasta ahora hemos conocido.
Puede que la persona, funcionario municipal, cura o maestro, que hiciera llegar a la redacción del Atlante Español, por encargo del Ayuntamiento, los datos donde quedaran para la posterioridad todos los hechos dignos de ser reflejados en aquel gran diccionario que iba a ser el Atlante Español, y que por ajenas circunstancias no llegó a terminarse, queriendo dar una mejor imagen, una mayor categoría a lo que aquí teníamos, viera gigantes donde sólo había molinos y esta circunstancia, nos haga ver ahora, casi doscientos años después de que el Atlante Español se publicara, que lo que aquí había entonces eran molinos, y no gigantes, las importantes cosas que nos hemos ido dejando a lo largo del tiempo.
Todo lo borra el tiempo, y un poso de melancolía, de tristeza, poco a poco nos va arropando el corazón. Tal vez sea mejor que el tiempo lo borre todo; que se todo se olvide. ¿Para qué almacenar la tristeza, si el presente necesita toda nuestra atención?