El Grito XXXI

XXXI

Después de haber permanecido un rato hablando después de la cena, se despidió Luisa diciendo: Voy a recoger la mesa, que los pájaros empiezan sus cantos cuando intuyen la llegada del alba. No les hagas caso, levántate más tarde, le dijo Marcelo. ¿Acaso esperas que vengan a buscarte a esas horas, o no te va a dar tiempo de terminar durante el día tus ocupaciones? La casa donde vivo está dentro de esta casa grande, y entre mis obligaciones se encuentra la de cerrar las puertas donde está el ganado, las cosechas, y las cosas de valor que puedan desaparecer. Cuando los trabajadores, después de arreglar el ganado, preparan la simiente cuando es época de siembra, y los aperos que van a necesitar al día siguiente se van a sus viviendas. Entonces me corresponde a mí cerrar las puertas donde están todas las dependencias, y al alba tengo que abrirlas, para que cada uno pase y se lleve lo que se tenga que llevar, bien sea herramientas, simiente, ganado, carruajes, o cualquier otra cosa que necesiten, una vez que todos han salido, vuelvo a cerrar las puertas grandes, si alguno necesita algo de aquí es obligación mía dárselo, o dejar que él lo coja, y volver a cerrar las puertas.

Hay mucha gente que pasa hambre, y suelen aparecer por aquí pidiendo una limosna, un trozo de pan o algo para que pueda comer su familia hambrienta. En esta casa, siempre hemos tenido la orden de darle pan o patatas, tocino, o algo para que al menos un día pueda comer con su familia, al hombre que viene pidiendo, pero en otras haciendas, en vez de socorrerlos con algo para comer, le sueltan los perros.

Comprendió Marcelo las razones que le ofrecía Luisa para levantarse tan temprano, y se despidió de ella diciéndole: Cando lleves un rato levantada me despiertas, aunque sea por la ventana, para que durante el tiempo que tenga que estar aquí pueda disfrutar de la vida en el campo, y al mismo tiempo, puedas conocer la finca como la palma de mi mano. Se despidió Luisa con una sonrisa, y dejó a Marcelo con sus cavilaciones y sus dudas.

Una vez que Luisa había salido permaneció Marcelo durante un buen rato sentado cerca de la lumbre. Analizaba el viaje que había hecho, así como el paso de las horas que habían trascurrido desde su llegada, hasta que Luisa se había ido. Estaba contento con la decisión que había tomado al pedirle permiso al obispo para abandonar sus obligaciones en la catedral, y dedicarse a cuidar su delicada salud mientras descansaba una temporada en el campo. La experiencia había sido positiva, había conocido al obispo, que había sido comprensivo con él, había hecho un buen viaje de apenas dos horas que se le habían pasado como un suspiro, se había encontrado con Luisa, a la que tanto hacía que no había visto, cuando ya no pensaba encontrarse con ella, y había permanecido a su lado prácticamente desde su llegada, hasta que desde la puerta se despidió con un “hasta mañana”, y una bonita sonrisa. Encontrarse con Luisa había supuesto para él evocar un desvanecido recuerdo. Cuando había estado allí, apenas la había visto unas cuantas veces, pero nunca había hablado con ella. La había visto cruzar delante de su ventana con sus grandes ojos y su larga trenza, con su pelo castaño y su mirada triste, pero apenas podía recordar más cosas de ella. La había visto por última vez cuando ya tenía decidido con la ayuda de su tía Sofía hacerse sacerdote de Cristo para siempre, cuando mirar una mujer era para él un pecado mortal de grandes dimensiones, cuando medio día se lo pasaba rezando, y el otro medio pensando en el Maligno y en las tentaciones. Era cuando su tía trataba de moldear su alma joven, para que se hiciera sacerdote de Cristo para siempre. Era cuando lo atenazaba el miedo, pensando que sus padres se iban a condenar por ser ateos y librepensadores. Fue cuando había decidido dejar el proyecto que llevaba albergando desde hacía mucho tiempo de hacerse abogado, y poner un bufete en Córdoba, con un pasante y una secretaria. Mientras las ascuas de la lumbre, poco a poco se iban haciendo ceniza, continuaba Marcelo dándole una vuelta a su vida. En cuántas ocasiones había tenido que dejar el tema que lo ocupaba por tener que volver al pasado, o porque se tenía que desplazar al futuro, y en cuántas ocasiones había vuelto sin respuesta. Era su indecisión lo que lo atormentaba a diario, lo que lo entorpecía para poder elaborar una respuesta. A pesar de sus dudas y sus tribulaciones, aquella noche se había ido a la cama contento, había encontrado a Luisa y había estado largas horas hablando con ella, y esto le había servido para valorarla, ella le había recordado a su padre, a su familia. Como su padre, que era librepensador, agnóstico liberal y progresista había ido dejando en su senda los recuerdos de sus obras y esto les había hecho a los dos compartir sus lágrimas, y sentirse unidos en el recuerdo de su padre.

Le costó trabajo a Marcelo dormir aquella noche. Pensó en su casa, pensó en su padre, y sobre todo pensó en Luisa, en lo injusta que había sido la vida con ella. Le había tocado nacer en un cortijo de la sierra de Córdoba, se había criado sin escuela, apenas sin amigas, solo había conocido a unas docenas de personas, entre familiares y trabajadores de la finca donde había nacido. A los dueños de la tierra donde se había criado los había visto en contadas ocasiones. Había aprendido a escribir gracias a su padre que después de largas y penosas jornadas de trabajo, se había encargado de trasmitirle a sus hijos el saber que él había logrado alcanzar en una escuela unitaria que había en su pueblo, y esto había sido asistiendo a la escuela cuando no había trabajo en el campo, ya que el trabajo y la comida en el campo estaban escasos en la serranía de Córdoba, igual que en otros muchos pueblos de España.

Había sido Luisa una chica aplicada. Pronto se dio cuenta de la importancia que tenía aprender, sabía que necesitaba aprender aunque su padre no se lo hubiera dicho y cuando aprendió a organizar las letras para que representaran palabras, aprendió a organizar las palabras para representar pensamientos completos. Fue cuando en las olvidadas estanterías de la estancia de los dueños encontró libros suficientes para darle a conocer un mundo distinto al que ella conocía, un mundo que nunca había soñado que existiera. Solo había pasado al comedor de la chimenea, que era el nombre por el que ella conocía esta estancia, para fregarla y limpiar el polvo, había visto los libros, pero nunca había visto a nadie de sentarse a leerlos, ni siquiera había visto ojearlos a nadie, estaban allí y nunca había visto a nadie que le interesaran. Esto le hizo sentir curiosidad por saber lo que decían, lo que le podían contar. Empezó a sentir curiosidad por los misterios que podría descubrir en ellos. Había hablado con su padre de los libros, cuando ya sabía leer y escribir, y en su casa no había libros ni periódicos, solo estaban las envejecidas cartillas y el catón donde había aprendido a leer. Hacía ya tiempo que había dejado de leerlos, los había leído tantas veces que habían dejado de interesarle.

Durante una Semana Santa que allí estuvieron los dueños, al pasar a hacer la limpieza de la casa que su madre le había encargado, encontró al dueño sentado en uno de los sillones que había junto a la chimenea con un libro en las manos, y al pasar junto a él mientras iba fregando el suelo, se le ocurrió preguntarle: ¿Le gusta a usted leer don Ramón?, a lo que este le contesto: Me gusta leer, pero leo menos de lo que debiera. Luisa contestó: Yo sé leer, pero no tengo libros, a leer me ha enseñado mi padre, pero solo he leído las cartillas, el catón, y un libro de cuentos que me compró mi madre una vez que estuvo en Córdoba. Lo he leído tantas veces, que ya no me atrevo a cogerlo. Don Ramón era un buen hombre, me dijo, la mayor parte de estos libros no los ha leído nadie, los compró el abuelo de mi suegro, cuando hizo esta casa, quizá con la intención de que sirvieran como elemento decorativo más que como instrumento para formarse, o simplemente, pensaría leerlos, y no llegara a hacerlo. Yo vengo poco por aquí, he leído pocos, pero he podido observar que estaban nuevos casi todos, ni siquiera se han abierto, son buenos libros, se han publicado para que se lean, y tú que has aprendido a leer lo habrás hecho con este fin. Cuando sientas la necesidad de leer, ven por aquí, buscas un libro que te pueda gustar, lo lees y vuelves a por otro, y ojalá que la necesidad de leer la trasformes en pasión por los libros. Si así lo haces, vas a encontrar muchas satisfacciones a lo largo de tu vida. Le había dicho esto a Marcelo, y este había visto cómo las lágrimas le bajaban por las mejillas mientras estaba frente a ella. Había dormido Luisa poco y había dado muchas vueltas en la cama aquella noche, al levantarse le siguió preocupando todo lo que había hablado con Marcelo el día anterior y no se atrevía siquiera a pensar que lo tenía que llamar cuando fueran las 10. Se había sentido halagada por la forma que Marcelo había tenido de tratarla, al ver que ella le hablaba de usted, le pidió que apeara el tratamiento, se conocían desde hacía muchos años, y si no lo hacía tendría que hablarle él a ella de usted, eso le hizo sentirse agradecida y poco a poco se habían ido sintiendo más unidos mientras hablaban.

Se levantó Luisa al oír los primeros pájaros, los pájaros habían sido el despertador de Luisa durante toda su vida, así había sido siempre y así pensaba que iba a ser durante toda su vida, que poco había cambiado su vida a lo largo de los años. Desde muy chica había aprendido a hacer los trabajos de la casa, y salvo en algunas ocasiones que estuvo trabajando en la recolección de la uva, o la aceituna, siempre se había ocupado de los quehaceres de la casa y esto había sido así siempre. Se había tenido que ocupar de su casa y de la casa de los dueños. Pese a eso había tenido tiempo para leer, para arreglarse, para sentirse guapa, y para sentir la muerte. Le habían pasado tantas cosas que, aunque solo tuviera treinta años, que pocas cosas le quedaban por ver, había visto morir a sus padres y a sus dos hermanos pequeños cuando apenas habían aprendido a andar, se había quedado sola a los veinticuatro años, había llorado la muerte de sus padres y las de sus hermanos. Qué pocos regalos le había dejado la vida, solo había recibido los frutos amargos con los que esta, a veces, nos obsequia.